EL MÉTODO DEL DISCURSO
Con doce nominaciones a los Oscar y otros tantos premios cosechados desde su estreno, El discurso del rey se erige como el resultado de la justa combinación de todos sus elementos: un buen reparto, excelsas actuaciones, una historia interesante, un guión efectivo y, por sobre todo, la mano de un director que supo anteponer la efectividad de la película al mero lucimiento personal.
Pocas veces tenemos la suerte de que una película, en la primera escena, nos presente no solo el arco completo de los temas que va a tratar, sino también, la forma escogida por su director para hacerlo. Y que, a su vez, en el transcurso de los ciento y pico de minutos restantes, no se desvíe del planteo inicial renunciando o bien perdiendo el rumbo de los materiales estéticos elegidos.
El discurso del rey es uno de esos films. Los primeros planos ya marcan los ejes que va a atravesar el relato de principio a fin. Un micrófono, las páginas de un texto, un hombre común que afina sus cuerdas vocales, otro hombre (el protagonista) que, parado en los peldaños más bajos de una escalera, mira hacia arriba con temor al ascenso. Todo el conflicto está presente en esa escena. Pero Tom Hooper, el director, nos dice más todavía al mostrarnos los elementos con los que va a trabajar: los primeros planos, los planos cortos y cerrados, la imagen deformada por la utilización del gran angular, las variaciones en la posición de cámara. La película pone todo sobre la mesa y nos anuncia que su plan es sencillo, no va a discurrir sobre el momento histórico, ni sobre los conflictos entre potencias, ni siquiera va a hacer de esta historia una tragedia shakesperiana, aun cuando el trasfondo de los hechos pudiera contener algunos de sus elementos. El discurso del rey no persigue horizontes tan vastos, prefiere detenerse en los pliegues de una anécdota: la de un hombre que, afectado por un fuerte tartamudeo, debe asumir el poder real para lo cual necesita, como previo, superar su problema con la oralidad. La película gira alrededor de las palabras, o sea: del discurso; y de las formas, o sea: del método. Y por ello, precisamente, desdeña todo lo demás. Ya veremos por qué.
Estamos situados en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XX. El rey Jorge V gobierna el Reino Unido y se prepara para delegar –a su muerte- el trono a su hijo mayor, el rey Eduardo VIII, quien, por amor a una mujer, abdicará el reino en favor de su hermano menor, Alberto (Colin Firth). De esta forma, Alberto Federico Arturo Jorge, duque de York, se convertirá en el rey Jorge VI. Sin embargo, ese camino de ascenso al poder no resultará tan llano como parece. Bertie, tal como lo llaman en la intimidad de la familia real, padece desde su niñez un trastorno en el habla que le impide hablar en público sin titubear, dificultad contra la que viene luchando sin éxito con la inútil ayuda de los médicos reales. A instancias de su esposa, Bertie recurre a un especialista, Lionel Logue (Geoffrey Rush), que parece dispuesto a tratarlo, siempre y cuando el paciente acepte someterse a los dictados de su particular método. Así, casi como en una representación bastante poco ortodoxa de una terapia psicoanalítica, ambos –terapeuta y paciente- juegan a representar sus roles: Logue, a revestirse de investidura científica; Bertie, a desvestirse de su investidura real. Y de ese modo, transferencia mediante, Bertie comienza a superar su afectación, al principio más por la insistencia de su esposa y de su terapeuta que por su propia tolerancia al tratamiento y su confianza para con el método.
Aquí vale la pena detenerse pues estamos en el meollo de la cuestión, en donde reside el gran acierto del director.
El discurso del rey es una profunda reflexión sobre la representación como el acto en donde se escenifica el poder. Pues ¿cuál es, en definitiva, el verdadero problema del desafortunado Bertie, si su tartamudeo no le ha impedido formar una familia ni desenvolverse en su vida diaria? El asunto estriba en que su patología le entorpece el ejercicio del poder que está llamado a ejercer a la muerte de su padre y la abdicación de su hermano. Ahora bien, Bertie no parece, a la luz de sus palabras, un hombre carente de inteligencia ni del intelecto necesario para recibir el trono de un imperio, a la vez, su investidura es legalmente adquirida. Lo que Bertie carece y necesita para poder convertirse en Jorge VI es la forma. Y la forma no es más que saber representar ese poder en público para darle consistencia, fortaleza, legitimidad. A sus palabras les falta la construcción del discurso y de su respectiva oratoria, proceso que sólo puede ser adquirido, aparentemente, a través del método de un profesional, alguien que viene a representar el saber científico, pero que –vaya paradoja- no es un doctor en Medicina, sino un simple actor de teatro y amante de la retórica shakesperiana. Y aquí volvemos al tema de la representación. Los médicos que atendieron a Bertie con anterioridad a Logue poseían título idóneo, pero carecían del poder de representación, desconocían el método para la cura, no podían ayudarlo a construir su oratoria. Logue, en cambio, no pertenece al ámbito académico, pero conoce la forma y es capaz de representar el rol al que ha sido llamado a la perfección, lo que se constituye en la piedra basal de la efectividad del método.
“Esta familia se ha reducido a lo más bajo, nos hemos convertido en actores”, le dice el rey Jorge V a su hijo Alberto, cuando le implora que supere su dificultad y lea un discurso al micrófono. En esta frase se resume en buena medida el espíritu del film. Todos estamos llamados a representar un papel. El director lo sabe y pone al servicio de ello sus materiales. De ahí que todos los personajes parezcan por momentos las caricaturas de sí mismos, sus rasgos están exagerados por las posiciones de la cámara, por la puesta en escena y por la misma actuación. Pues la película se está preguntando todo el tiempo por la representación. La escena final es apoteótica en ese sentido: El rey Jorge VI lee un discurso que es transmitido en directo por la radio a todo el Imperio Británico. Pero no es cualquier discurso, es el discurso en el que le anuncia a todos los ciudadanos el ingreso en el conflicto de la Segunda Guerra Mundial. La nación entera lo escucha, nosotros –los espectadores- hacemos lo propio, sin embargo, no prestamos atención al sentido de sus palabras, sino a su dicción, a la forma en que ellas son pronunciadas, por primera vez, casi sin titubeos, saltos ni silencios excesivos. Aquí es donde El discurso del rey mejor demuestra lo que plantea al inicio: que la forma importa tanto como el fondo. Los acordes de la Séptima Sinfonía de Beethoven son el maravilloso telón de fondo a una verdadera representación actoral. Y no me refiero a la excelsa actuación de Colin Firth, sino a la de un rey que logra adquirir un método para hacer real su poder. Las telas que cuelgan de las paredes de la habitación desde donde lee el discurso, y que son retiradas al finalizar la transmisión, son el telón que cae luego de la exitosa representación. Afuera le espera el aplauso del público, sus súbditos, y la aprobación final de quien se ha convertido en su maestro, Logue, al enseñarle el método del discurso, que en cuestiones de ejercicio de poder parece ser: “Actúo, luego ejerzo”.