EL MÉTODO DEL DISCURSO Con doce nominaciones a los Oscar y otros tantos premios cosechados desde su estreno, El discurso del rey se erige como el resultado de la justa combinación de todos sus elementos: un buen reparto, excelsas actuaciones, una historia interesante, un guión efectivo y, por sobre todo, la mano de un director que supo anteponer la efectividad de la película al mero lucimiento personal. Pocas veces tenemos la suerte de que una película, en la primera escena, nos presente no solo el arco completo de los temas que va a tratar, sino también, la forma escogida por su director para hacerlo. Y que, a su vez, en el transcurso de los ciento y pico de minutos restantes, no se desvíe del planteo inicial renunciando o bien perdiendo el rumbo de los materiales estéticos elegidos. El discurso del rey es uno de esos films. Los primeros planos ya marcan los ejes que va a atravesar el relato de principio a fin. Un micrófono, las páginas de un texto, un hombre común que afina sus cuerdas vocales, otro hombre (el protagonista) que, parado en los peldaños más bajos de una escalera, mira hacia arriba con temor al ascenso. Todo el conflicto está presente en esa escena. Pero Tom Hooper, el director, nos dice más todavía al mostrarnos los elementos con los que va a trabajar: los primeros planos, los planos cortos y cerrados, la imagen deformada por la utilización del gran angular, las variaciones en la posición de cámara. La película pone todo sobre la mesa y nos anuncia que su plan es sencillo, no va a discurrir sobre el momento histórico, ni sobre los conflictos entre potencias, ni siquiera va a hacer de esta historia una tragedia shakesperiana, aun cuando el trasfondo de los hechos pudiera contener algunos de sus elementos. El discurso del rey no persigue horizontes tan vastos, prefiere detenerse en los pliegues de una anécdota: la de un hombre que, afectado por un fuerte tartamudeo, debe asumir el poder real para lo cual necesita, como previo, superar su problema con la oralidad. La película gira alrededor de las palabras, o sea: del discurso; y de las formas, o sea: del método. Y por ello, precisamente, desdeña todo lo demás. Ya veremos por qué. Estamos situados en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XX. El rey Jorge V gobierna el Reino Unido y se prepara para delegar –a su muerte- el trono a su hijo mayor, el rey Eduardo VIII, quien, por amor a una mujer, abdicará el reino en favor de su hermano menor, Alberto (Colin Firth). De esta forma, Alberto Federico Arturo Jorge, duque de York, se convertirá en el rey Jorge VI. Sin embargo, ese camino de ascenso al poder no resultará tan llano como parece. Bertie, tal como lo llaman en la intimidad de la familia real, padece desde su niñez un trastorno en el habla que le impide hablar en público sin titubear, dificultad contra la que viene luchando sin éxito con la inútil ayuda de los médicos reales. A instancias de su esposa, Bertie recurre a un especialista, Lionel Logue (Geoffrey Rush), que parece dispuesto a tratarlo, siempre y cuando el paciente acepte someterse a los dictados de su particular método. Así, casi como en una representación bastante poco ortodoxa de una terapia psicoanalítica, ambos –terapeuta y paciente- juegan a representar sus roles: Logue, a revestirse de investidura científica; Bertie, a desvestirse de su investidura real. Y de ese modo, transferencia mediante, Bertie comienza a superar su afectación, al principio más por la insistencia de su esposa y de su terapeuta que por su propia tolerancia al tratamiento y su confianza para con el método. Aquí vale la pena detenerse pues estamos en el meollo de la cuestión, en donde reside el gran acierto del director. El discurso del rey es una profunda reflexión sobre la representación como el acto en donde se escenifica el poder. Pues ¿cuál es, en definitiva, el verdadero problema del desafortunado Bertie, si su tartamudeo no le ha impedido formar una familia ni desenvolverse en su vida diaria? El asunto estriba en que su patología le entorpece el ejercicio del poder que está llamado a ejercer a la muerte de su padre y la abdicación de su hermano. Ahora bien, Bertie no parece, a la luz de sus palabras, un hombre carente de inteligencia ni del intelecto necesario para recibir el trono de un imperio, a la vez, su investidura es legalmente adquirida. Lo que Bertie carece y necesita para poder convertirse en Jorge VI es la forma. Y la forma no es más que saber representar ese poder en público para darle consistencia, fortaleza, legitimidad. A sus palabras les falta la construcción del discurso y de su respectiva oratoria, proceso que sólo puede ser adquirido, aparentemente, a través del método de un profesional, alguien que viene a representar el saber científico, pero que –vaya paradoja- no es un doctor en Medicina, sino un simple actor de teatro y amante de la retórica shakesperiana. Y aquí volvemos al tema de la representación. Los médicos que atendieron a Bertie con anterioridad a Logue poseían título idóneo, pero carecían del poder de representación, desconocían el método para la cura, no podían ayudarlo a construir su oratoria. Logue, en cambio, no pertenece al ámbito académico, pero conoce la forma y es capaz de representar el rol al que ha sido llamado a la perfección, lo que se constituye en la piedra basal de la efectividad del método. “Esta familia se ha reducido a lo más bajo, nos hemos convertido en actores”, le dice el rey Jorge V a su hijo Alberto, cuando le implora que supere su dificultad y lea un discurso al micrófono. En esta frase se resume en buena medida el espíritu del film. Todos estamos llamados a representar un papel. El director lo sabe y pone al servicio de ello sus materiales. De ahí que todos los personajes parezcan por momentos las caricaturas de sí mismos, sus rasgos están exagerados por las posiciones de la cámara, por la puesta en escena y por la misma actuación. Pues la película se está preguntando todo el tiempo por la representación. La escena final es apoteótica en ese sentido: El rey Jorge VI lee un discurso que es transmitido en directo por la radio a todo el Imperio Británico. Pero no es cualquier discurso, es el discurso en el que le anuncia a todos los ciudadanos el ingreso en el conflicto de la Segunda Guerra Mundial. La nación entera lo escucha, nosotros –los espectadores- hacemos lo propio, sin embargo, no prestamos atención al sentido de sus palabras, sino a su dicción, a la forma en que ellas son pronunciadas, por primera vez, casi sin titubeos, saltos ni silencios excesivos. Aquí es donde El discurso del rey mejor demuestra lo que plantea al inicio: que la forma importa tanto como el fondo. Los acordes de la Séptima Sinfonía de Beethoven son el maravilloso telón de fondo a una verdadera representación actoral. Y no me refiero a la excelsa actuación de Colin Firth, sino a la de un rey que logra adquirir un método para hacer real su poder. Las telas que cuelgan de las paredes de la habitación desde donde lee el discurso, y que son retiradas al finalizar la transmisión, son el telón que cae luego de la exitosa representación. Afuera le espera el aplauso del público, sus súbditos, y la aprobación final de quien se ha convertido en su maestro, Logue, al enseñarle el método del discurso, que en cuestiones de ejercicio de poder parece ser: “Actúo, luego ejerzo”.
INTELIGENCIA ARTIFICIAL Narrada con todos los elementos del clásico relato de intrigas, lealtades y traiciones, David Fincher nos devela en Red social una interesante mirada sobre los entretelones de la creación del Facebook. Firme candidata al Oscar de la Academia. “I want to have control, I want a perfect body, I want a perfect soul I want you to notice when I’m not around, you’re so fucking special, I wish I was special, but I’m a creep, I’m a weirdo…”. Radiohead. Mi abuelo vino de España a América a principios del siglo XX con apenas doce años. Atrás dejó a un padre con el que apenas se hablaba, abuelos, primos, alguna novia y varios amigos. En el 2007, a los ochenta y largos años, mi abuelo falleció sin haber podido regresar a Europa. Se murió sin saber que, a doce mil kilómetros de distancia, tenía tres hermanos, varios sobrinos y varios amigos con los que había compartido los primeros años de escuela que aun seguían vivos. Mi hijo mayor, apenas un año más grande de la edad que tenía mi abuelo al partir, interactúa hoy a través de su computadora con más de ochocientos “amigos” y si tuviera que irse a vivir a Europa, podría, si quisiera, seguir en contacto con todos ellos, saber a diario de sus vidas, de sus ocupaciones laborales, compartir sus fotos, conocer sus temas de interés, sus futuras relaciones, amigos, parejas, hijos, nietos, sobrinos, e incluso enterarse “qué están pensando” en cualquier momento con solo hacer click con el mousse de su ordenador. ¿Qué hubo entre la vida de mi abuelo y la de mi hijo además del transcurso de los años? Una pequeña gran revolución. Su nombre es: Facebook. Las revoluciones no se gestan, claro, de la noche a la mañana, son movimientos o procesos que se alimentan de distintas variables durante muchos años y que en un momento determinado encuentran las condiciones económicas, políticas, sociales y tecnológicas para salir a la luz, o mejor dicho, para echar luz donde no la hay. En general, las revoluciones son construcciones colectivas, aunque muchas veces éstas son llevadas a cabo por la lucidez y la osadía de una sola persona, responden, sin embargo, a un nuevo interés común, aunque éste no sea necesariamente mayoritario y deba, en consecuencia, imponerse por la fuerza. Tampoco pueden ser interpretadas, valoradas o comprendidas mientras ocurren, necesitan de la objetividad que otorga el transcurso del tiempo para ser juzgadas en su total dimensión, al igual que sus líderes, quienes muchas veces son vapuleados por sus contemporáneos y deben esperar que la historia haga justicia con sus actos. Facebook es una red social que conectó en apenas seis años a quinientos millones de personas alrededor del mundo con solo colocar su nombre y foto en la página de un sitio web. Los quinientos millones no están todos directamente conectados entre sí, pues no todos gozan del estatuto de “amigo” uno respecto del otro, pero podrían hacerlo si quisieran, e incluso, sin aceptarse como tales, las opciones de privacidad les permiten elegir compartir toda su información, sus fotos, sus gustos y sus pareceres con los cuatrocientos noventa y nueve millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve restantes. Entre todos estos miembros hay uno que tuvo la avidez y la inteligencia necesarias para unirlos, la “face” del Facebook lleva el nombre de Mark Zuckerberg. Un joven de veintiséis años, que al momento de crear la red social contaba con apenas veinte, dos años de alumno de Harvard y la indiferencia de las cofradías más prestigiosas y rancias del mundillo universitario de la ciudad de Cambridge. Un poco por despecho, un poco por el deseo de volverse “miembro” y ser “aceptado” por esas fraternidades exclusivas, Mark creó con su computadora un sistema que permitió que se conectaran entre sí de manera virtual todos los alumnos de Harvard en apenas una noche. Con una inteligencia muy por encima de la media de sus compañeros, Mark había mostrado dotes de prodigio informático ya en su niñez, cuando con apenas doce años inventó para su padre un método que le permitía enterarse desde su computadora en el interior de su consultorio qué pacientes lo esperaban en la sala de espera sin necesidad de escuchar el grito de su secretaria, método que luego Mark trasladó a la intimidad de la propia casa para comunicar a todos sus miembros entre sí y que bautizó con el nombre de Zucknet. Red social (The social network), la película de David Fincher, director de la multipremiada El extraño caso de Benjamin Button, pinta los rasgos más relevantes del momento en que se gestó esa revolución social y tecnológica que resultó ser Facebook. Basada en el libro The Accidental Billionaires, de Ben Mezrich, Red social se adentra –en forma deliberadamente desordenada– en el relato de los días en que Mark Zuckerberg, desde el oscuro y pequeño cuarto en el que habitaba dentro del campus universitario de Harvard, teje los hilos de esa red social que le permitió insertarse en un medio que lo rechazaba “a priori”. Las revoluciones no se gestan a la luz del día, sino en tugurios y subsuelos, y eso lo sabe Fincher, quien decide comenzar el relato de la historia en la oscuridad de la noche, mostrándonos a un antihéroe que sale de un pub (sitio donde prima lo social por definición), en donde acaba de ser rechazado por la chica que le gusta, y comienza a andar el largo camino hacia su habitación/redención, atravesando los misteriosos senderos y pasillos de una Harvard en las sombras, apenas iluminada por las luces de los cuartos en donde se gestan muchas pasiones, pocos amores, varios odios, algunos aburrimientos y solo una revolución. La película plantea desde el inicio una intriga palaciega en la que alguien va surgir desde la oscuridad y el anonimato para enfrentarse con su sagacidad e inteligencia al poder del oscurantismo. Mark camina hasta su cuarto con la soledad a cuestas de quien aun no ha alcanzado el poder, pero posee los dotes necesarios para algún día detentarlo. El trayecto hacia el cambio nunca es llano, está sembrado de dificultades. Algo de lo que también da cuenta la película. Mark ya había creado durante la primera semana de clases de su segundo año en Harvard un programa, “CourseMatch”, que permitía a los alumnos elegir qué cursos realizar en base a las elecciones de otros estudiantes, más tarde inventó otro, “Facematch”, un software para elegir entre dos opciones de personas quién es la más sexy o atractiva. Su inteligencia fue lo que llamó la atención de los hermanos Winklevoss, unos gemelos deportistas, alumnos destacados y miembros de la confraternidad más prestigiosa de Harvard, quienes le pidieron ayuda para llevar adelante la idea de la que Mark enseguida se “apropiaría” para –en apenas unas semanas– convertirla en Facebook. Como es de prever, los hermanos Winklevoss llevaron el caso a litigio y reclamaron por el porcentaje de las ganancias que podrían haber obtenido en caso de haber concretado la idea ellos mismos. Eduardo, el único amigo de Mark en ese entonces y compañero de cuarto, también le hizo un reclamo judicial al considerarse socio del proyecto pues lo acompañó en el proceso creativo con el aporte de algo de dinero y sus conocimientos sobre negocios para hacer trascender el sitio dentro del universo de las finanzas. Mientras Facebook se expandía por el mundo como reguero de pólvora, quienes estuvieron de alguna manera vinculados a alguna parte del proceso de su gestación se han sentido con derecho a reclamar su tajada. Pero como bien dice Mark en la película “Si alguno de ustedes hubiera creado Facebook, simplemente lo hubiera creado”. Y la película se encarga de demostrarlo sin intentar convertirse en una biografía, en un biopic, sino utilizando todos los recursos narrativos para dar cuenta de cómo alguien puede estar en el lugar correcto en el momento adecuado. Quien puso el know how, su inteligencia y rapidez al servicio de la creación de la red fue Mark Zuckerberg, el joven que no era aceptado en las cofradías más prestigiosas de la universidad, el mismo al que su novia había dejado por considerarlo un simple “nerd”. Los juicios que debió enfrentar Mark son narrados con un montaje que los alterna entre sí, un poco para mostrar cuan confusos son siempre estos movimientos de cambios, cuantas consecuencias indeseadas acarrean, cuantos odios y recelos. No podría haber sido mostrado de otra manera, pues sus protagonistas solo son pasibles de ser juzgados lejos del filo de la contemporaneidad. Alguien podría decir, quizás, que la película sobrevuela el fondo de la cuestión, como si no se animara a retratar el fenómeno social en su total dimensión, como si no pudiera hacerse cargo de que en realidad, y más allá de los cambios que han sufrido en su concepción los vínculos sociales en los últimos años en cuanto a su nivel de profundidad –o superficialidad– (tema del que es imposible dar cuenta en esta nota), en definitiva, seguimos todos igual, buscando siempre lo mismo desde épocas inmemoriables: que alguien nos demuestre que nos acepta tal como somos y que nos quiere sin más. En tiempos de mi abuelo, a través de un llamado, una carta o un encuentro. En la actualidad, apretando el botón de “refresh” de la computadora. Porque en definitiva la revolución no está en el fin, sino en el método. El final de la película es más que elocuente en ese sentido. No necesita profundizar en ninguna otra cuestión, ese último plano con el personaje de Mark inmerso de nuevo en la noche de la soledad, deseando obtener apenas un poco de amor y no los millones de dólares que se acumulan en su cuenta bancaria minuto a minuto, contacto a contacto, link a link. Paradójicamente, Mark Zuckerberg, el joven CEO de la red social más importante del mundo, no permite en su Facebook que cualquiera tenga acceso a sus datos personales, ni a su estado, ni a qué piensa, ni siquiera a que pueda ver sus fotos. Sin embargo, alguno de sus “amigos” ha contado que los únicos tres temas de interés que deja trascender en su perfil son: “Minimalismo”, “Eliminación del deseo” y… “Revoluciones”.
SIN (S) EX Y SIN CITY La famosa serie de televisión de fines de los noventa hace aquí su segunda presentación en cine. Si entre el primer film y la serie había cierta distancia, hay que decir que este segundo film se separa aun más del espíritu original y al hacerlo pierde gran parte de su encanto. Durante seis temporadas (entre los años 1998 y 2004), los seguidores de la serie televisiva Sex and the City asistimos a las desventuras amorosas del personaje de Carrie Bradshaw (Sarah Jessica Parker), una mujer en sus treinta, escritora, periodista de una columna en un diario, habitante de la ciudad de Nueva York y amiga de otras tres mujeres con quienes comparte no sólo el interés por los hombres, la vestimenta y la moda, sino también, la inquietud por tomar las riendas de su vida afectiva, laboral y sexual en el medio del ritmo y del barullo de una ciudad que tanto las fagocita como las apasiona. Carrie ha estado tironeada durante toda la serie entre el deseo de entronizarse como una mujer independiente y la necesidad de sentirse cuidada y querida por un hombre. Ese hombre cuya conquista definitiva se le vuelve una misión tan ambiciosa y grande como el apodo con el que ella misma elije llamarlo: Mr. Big. Objetivo que finalmente consigue en el último capítulo de la última temporada televisiva, y que se materializa en una convivencia formal en algún momento de la elipsis que se produce entre la primera y la segunda película (Sex and the City y Sex and the City 2). El éxito obtenido por la serie –del que son deudores ambos films– devino de la sabia combinación de algunos elementos claves: la solidez de un guión que supo convertir a la(s) historia(s) de Carrie y sus amigas en la historia de Carrie y sus amigas –insuflándole de esta manera un hilo de continuidad entre capítulos que iba más allá del tópico de cada uno-, el ritmo de la narración interna de cada episodio –en sintonía con la escritura de cada columna que Carrie hacía para el diario- y la posibilidad de generar una gran empatía en el público femenino al imprimirle a estas cuatro mujeres una sexualidad libre, desprejuiciada y de la que se siempre se hicieron cargo. El tiempo y el formato parecen haber borrado la dosis exacta de la combinación de estos aciertos, ya que ambas películas, si bien conservaron el espíritu original de la serie y de “la” historia, no acertaron en el resto. Quizás en parte porque pusieron demasiado énfasis en algunos elementos que en la serie aparecían como secundarios y periféricos, y que allí se convirtieron en el centro de atención, como la obnubilación por el universo fashion de la ropa, las marcas y el consumo. “El lujo es vulgaridad” reza acertadamente la canción, y en Sex and the city 2 se lucen y brillan demasiadas cosas que terminan por opacar al personaje de Carrie, cuya capacidad para ironizar y simbolizar en palabras sus debilidades se pierde en la vastedad de un desierto tan tentador en apariencia como árido y monótono en el resultado, en sintonía con el matrimonio que construyó con su –por fin conquistado– Mr. Big. ¿En dónde está el sexo y en dónde la city que conmocionaban el espíritu de esta mujer neoyorkina? ¿O acaso Carrie no podía intuir que aquello que a la distancia parece un oasis termina muchas veces siendo un mero espejismo? Big ya no es el objeto de deseo perdido, Big fue flechado y alcanzado, y se ha convertido en un marido hecho y derecho a fuerza de manejar el control remoto del televisor y apoyar los zapatos en el tapizado del sillón nuevo. Y New York parece haberle cedido el encanto a la lujosa y más que ambiciosa Abu Dhabi, aunque tras su decorados en oropeles y sedas habite una sociedad en la que las mujeres pueden dejarse deslumbrar por las mismas marcas y prendas que las newyorkinas, pero deben taparlas bajo sus largas y silenciosas burkas a la par que tapan sus bocas, sus pensamientos y la práctica libre del sexo. Y en el medio de ese desierto en donde parecería que a Carrie ya no le queda espacio para el deseo porque ha perdido la “sal y pimienta” de la vida junto a su propia identidad, reaparece casi como la metáfora del eterno retorno del objeto perdido: Aiden, su ex. El único hombre que se había atrevido a pedirle matrimonio y al que le había rehuido por miedo a convertirse en lo que finalmente termina convertida igual. Aiden es ahora la “big” tentación a la que Carrie quiere y no se anima a sucumbir, aunque la culpa le juega una mala pasada y le hace creer que traicionó los votos de fidelidad hacia su marido por haber compartido una cena juntos. Los años vividos entre sus treinta y los cuarenta que ahora carga en el film y su oficio de escritora –con una alta dosis de ironía para pensarse a sí misma, a su condición de mujer, al amor y al sexo a través de la columna de un diario–, debieron haberle enseñado más de una cosa a Carrie, entre otras que el impulso amoroso del hombre se manifiesta frecuentemente a través del conflicto, que no hay deseo si su objeto no está perdido, y que no todo aquello que brilla es oro, sino muchas veces, simple vulgaridad.
DE ÉTICA, ESPÍRITUS Y RELATOS ASCETAS Aclamada por la crítica y premiada en Cannes, la última película del director Michael Haneke, La cinta blanca, busca erigirse como una radiografía de la sociedad alemana en la que se gestó el nazismo. El depurado relato no alcanza sin embargo a cubrir con tan pretenciosa tarea, muy a pesar de su esmerada estilización. A principios de s.XX, el economista y sociólogo alemán Max Weber escribió unos ensayos que se publicaron durante dos años en una de las revistas más prestigiosas de Alemania y luego, en forma de libro, con el título: La ética protestante y el espíritu del capitalismo. El autor planteaba allí una tesis que se convertiría en una de las teorías que más polémicas ha desatado en el ámbito de las ciencias sociales sobre la relación entre la ética del protestantismo y el espíritu del sistema capitalista. Como consecuencia de las excesivas reediciones y traducciones de los textos, los detractores de la teoría weberiana vieron en la misma un intento por refutar la teoría marxista del materialismo histórico. Una interpretación que estaba lejos de la intención de Weber, quien no pensó su tesis –que concibe una visión causal idealista de la historia y la cultura–, como la refutación de la teoría materialista que argüía su compatriota Karl Marx, sino como una vertiente más en el arduo y complejo proceso de pensar los procesos históricos. A grandes rasgos, lo que Weber había observado y aquello que lo llevó a escribir sus ensayos fue que la ética de la religiosidad protestante (principalmente en sus líneas calvinista y luterana) había contribuido a la expansión del capitalismo por cierta afinidad con su “espíritu”. Cabe aclarar que Weber no consideró que el capitalismo fuera la consecuencia necesaria del protestantismo, sino que ambos estaban imbricados por una mera “afinidad electiva”. O sea que lo que Weber halló en la ética de la religión protestante fue una condición ideológica propicia para que el capitalismo evolucionara de la forma en que lo hizo, pues el ascetismo intramundano y la santificación del trabajo, dos principios básicos de dicha corriente religiosa, que conjugados con otras variables –como la económica, por ejemplo– propiciaron en determinado momento histórico las condiciones para el desarrollo del capitalismo moderno. Michael Haneke, el reconocido director de cine austríaco (aunque nacido en Alemania), que cuenta en su haber con los más altos galardones del cine europeo y con el beneplácito de la crítica especializada, intenta en su última película, La cinta blanca, demostrar su versión de la tesis weberiana al pintar el fresco de una pequeña comunidad en un pueblito del norte de la Alemania inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial. Filmada en un depurado blanco y negro, cuya estética no puede dejar de compararse con la de Dreyer (con la salvedad de que en este caso fue rodada en color y luego, en postproducción, convertida), con una cámara que casi no se mueve en pos de escrutar cada mínimo gesto de los personajes o de remarcar su ausencia en el plano, con una banda de sonido sin estridencia alguna, como si con la sordidez de ese mundo visual monocromático bastara para generar la inquietud que se busca producir, La cinta blanca intenta erigirse en una radiografía de una sociedad en la que se gestó uno de los regimenes políticos más nefastos y oprobiosos de los que la historia de la humanidad puede dar cuenta. Sin embargo, no son tan claros los aciertos, pues, así como los detractores de Weber creyeron ver en su visión idealista de la historia la refutación de la teoría materialista, Haneke peca aquí por defecto al dejar de lado algunas otras cuestiones que se pusieron en juego en aquella época para dar nacimiento a tremendo horror, y deposita solamente en cierta ética religiosa las raíces ideológicas del nazismo. Un análisis un tanto reduccionista si uno se pone a pensar que este tipo de recortes sociales se podría hacer en muchos otros países de fuerte raigambre protestante en donde el nazismo no pudo afianzarse como lo hizo en la Alemania de la Segunda Guerra (el caso de Inglaterra es uno de ellos), o bien, en cientos de comunidades actuales en donde la educación y la religión siguen funcionando con una doble moral, en base a una culpa fundacional que gobierna todas y cada una de las acciones y un alto grado de perversidad e hipocresía (las noticias diarias sobre los curas adictos a la pedofilia es apenas la punta del iceberg de creencias y estructuras religiosas que se hunden en el anacronismo, la falta de ética y la detentación de un poder enfermo y maquiavélico). Haneke inclina la balanza, al juzgar los motivos que dieron origen al régimen nazi, por la ideología que sustentó una educación severa y de un fuerte ascetismo religioso, y desdeña el gran factor económico, producto de la nada despreciable derrota del Imperio alemán a manos de los Aliados, en 1918, cuando finaliza la Primera Guerra Mundial. La Historia es más compleja de lo que parece. El relato de La cinta blanca está construido en base a cuatro personajes, tres de los cuales son parte de un mismo lado de la moneda y el cuarto es su reverso. El médico, el pastor y el dueño de la estancia en donde se emplean todos los habitantes del pueblo son los arquetipos del mal, los modelos de los que la película se sirve para mostrar la doble moral, la falta de ética y de escrúpulos, la severidad educativa y religiosa, la represión sexual y la carencia de ella, la hipocresía, y la explotación feudal que imperaban en esa comunidad, modelos que a su vez son los que tallarán el espíritu de esos niños –pequeños perversos polimorfos–, la generación venidera. El cuarto personaje, el maestro del pueblo, que es quien nos conduce por el relato con su voz en off, cumple la función de marcar los buenos valores, la senda correcta de la que la sociedad terminará por apartarse con la intensidad de una caída por un barranco. El ascetismo que Haneke le carga a la puesta en escena y a toda la dimensión del relato es afín a ese ascetismo que caracteriza al dogma protestante, una decisión que si bien está en concordancia con el tema, le quita la posibilidad a la película de generar algún tipo de emoción o empatía, por el contrario, el distanciamiento es total, no sólo respecto de los personajes, sino también respecto de la historia e, incluso, del drama o de la visión nefasta que plantea sobre la sociedad que se retrata. Viniendo de cualquier otro director, uno podría imaginar que éste es un recurso estilístico, una elección estética en sintonía con el tema al que la película alude, sin embargo, tratándose de Haneke, ésta parecería que es la única manera en que puede filmar, ya que el mismo efecto (por defecto) producen sus films anteriores La profesora de piano (The Pianist, 2001), Escondido (Caché, 2005) o Juegos Perversos (Funny Games, 1997). Michael Haneke se parece más a un sociólogo que a un realizador cinematográfico, busca hacer cuadros de situación, pequeñas e insidiosas disecciones de temas sin llegar a producir emoción, aunque sí cierta sensación de repugnancia o rechazo por todo aquello que sus imágenes sugieren. Pero con ello no alcanza, sobre todo porque además sus películas dejan sin resolver –en la mayoría de los casos– la poca intriga que sus tramas generan. Algunos podrían decir –de hecho el propio director lo ha declarado así en más de una oportunidad– que está más interesado en plantear los conflictos que en resolver las tramas. Pues bien, frente a esto uno también podría pensar que en realidad no sabe cómo hacerlo, no sabe cómo darles un cierre a las historias sin que eso implique que pierdan peso o espesura los temas. Pero parecería que es más sofisticado decir que lo que se busca es perturbar al espectador, plantear preguntas más que respuestas. Lo cierto es que puede hacerse todo eso y aun asi, encontrarle finales a las historias, finales que se ocupen de atar los cabos sueltos de la trama; la tarea más compleja a la que se enfrenta cualquier narrador (ya sea cineasta o escritor) y la que más se elude en el cine independiente actual. Haneke, quizás, debería animarse a traspasar ese “ascetismo intramundano” que caracteriza a sus películas y ponerles un poco de pasión, de fuerza vital, aun cuando su mirada se siga depositando en las mismas miserias del alma humana, y aun también cuando acierta a convertir la cinta blanca en una ingeniosa y triste metáfora de la cruz esvástica y de la estrella de David que tanto unos como otros portaron (en el segundo caso, “debieron” portar) en brazaletes durante cierta etapa negra de la Historia.
EL PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE Los hermanos Coen vuelven a la comedia con Un hombre serio, una película en donde logran tratar sus obsesiones y temas recurrentes de forma novedosa y magistral, creando una de sus obras más complejas y corrosivas. La gracia de la desgracia Los géneros son por definición un espacio o un modelo en donde director y espectador pueden moverse en un marco de contención y con la seguridad que otorgan las formas conocidas. Un lugar sólido, cuyos cimientos están edificados con el material de las certezas. Todo el éxito del cine clásico está construido alrededor de los géneros y sus normativas, de ahí que las películas –como espacio de representación social que son– cumplan muchas veces la función de reparar o de devolver a la sociedad aquello que se ha fugado de la misma (léase: la felicidad, el orden, la certidumbre). El cine contemporáneo, en sintonía con una época en la que prima la pérdida de valores comunes, la desidentificación del individuo con sus pares y la falta de consenso respecto de la percepción de la realidad, ha decido prescindir de la construcción de esas certezas y de la posibilidad de otorgarle al espectador un horizonte de expectativas claro, por ello se ha inclinado por la hibridez de los géneros, por su puesta en tensión o bien, por la reformulación de sus reglas. La comedia dramática es deudora de ese proceso en el que no se puede distinguir lo verdadero de lo falso, lo correcto de lo incorrecto, lo bueno de lo malo, lo cómico de lo ceremonial, y en donde el espectador ya no se ríe burlándose del personaje, sino que se identifica con el propio autor, que es, en definitiva, quien pone en evidencia a través de su discurso esta ausencia de fe, aquello que el filósofo francés Gilles Lipovestsky, en su libro La era del vacío, describe como un “neo-nihilismo que no es ni ateo ni mortífero, sino que se ha vuelto humorístico”. Los hermanos Coen han captado este proceso de despojamiento dogmático y por eso han convertido todas sus comedias en espacios de incertidumbre, abiertos a una dimensión distinta en donde la risa del espectador no brota como consecuencia del sarcasmo y la ironía sobre el “otro”, sino que es reemplazada por una sonrisa producto de sentirse reconocido en la propia indefinición de los directores, en su incongruencia, en su incapacidad para dar respuestas certeras mas que la respuesta de que no las hay. Causa y efecto En Un hombre serio, los hermanos Coen llevan esta concepción de la comedia dramática al paroxismo a través del personaje de Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg), un hombre que asiste perplejo e indefenso al progresivo e irreversible derrumbe de su vida afectiva y laboral. Larry es un profesor de Física, un intelectual que proviene de la ciencias duras, un ámbito en donde cada accionar tiene su correlato en una consecuencia y en donde la gran mayoría de las consecuencias pueden predecirse de acuerdo a una previsibilidad estadística. La historia está narrada en tres partes (que son posteriores a un prólogo en forma de parábola), cada una de ellas gira alrededor de la figura de un rabino al que Larry consulta en su búsqueda de una explicación que aquiete las aguas que agitan su alma desconcertada. Los tres rabinos representan todo el espectro de la religión judía (y por extensión, de la religiosidad occidental). El primero y el más joven de los tres, Scott, es el exponente de la afectación que sufrió la religión en la vida postmoderna, una especie de gurú del New Age para quien Dios es casi tan popular y omnipresente como un nuevo producto en plena campaña de promoción publicitaria. Sus consejos se acercan más a las máximas que pregonan los libros de autoayuda escritos por estudiantes de marketing que a la sabiduría recogida por los textos sagrados de una creencia que lleva más de cinco milenios. Nachtner, el segundo rabino a quien Larry recurre, es un hombre que ya en sus sesenta largos años ha descubierto que su rol como religioso no es el de brindar respuestas, sino el de confirmar que la fe es solo un acto de confianza ciega y que pretender elevar al plano de lo simbólico las señales que Dios nos envía como meros signos es casi un acto pecaminoso o de soberbia. Nachtner es de alguna manera el representante del caos conceptual de las distintas vertientes que confluye en el judaísmo actual: el judaísmo ortodoxo, el conservador, el liberal y el reformista. El último rabino, a quien la película y los personajes llaman solo por su nombre, Marshak, en un gesto que lo coloca por fuera de las corrientes rabínicas actuales, posee poca presencia en pantalla, de hecho es el único que se niega a recibir a Larry en su despacho, sin embargo, su figura cobra mucho más poder que la de los otros dos. Su oficina está precedida por una habitación en donde una secretaria con cara de “poca fe” se ocupa de filtrar las visitas y de preservar el tiempo durante el cual Marshak se aboca a su trabajo: pensar, de posibles distracciones terrenales. Para llegar hasta su escritorio hay que atravesar una puerta que se encuentra cerrada y caminar un pasillo a cuyos lados se pueden observar elementos cuya iconografía nos remite más a la ciencia que a la religión: herramientas de geometría, esferas celestiales, libros. Todo parece indicar que Marshak no tiene mucho para decir y sí mucho para pensar, aun a pesar de que su edad avanzada le otorgue cierto halo de sabiduría, ésta estribaría más en reconocer las limitaciones de su sapiencia que en hacer alarde de la misma. El principio de incertidumbre Si bien los tres rabinos ocupan distintos lugares en el arco espectral del saber religioso, los tres se hallan igualmente incapaces de brindarle a Larry las palabras que necesita escuchar para calmar la angustia que se apoderó de su vida diaria. Esta imposibilidad de la religión para brindar certezas es en definitiva casi la misma que le aqueja a la ciencia a la hora de prever situaciones en términos determinísticos y no de mera probabilidad. El principio de incertidumbre, que es el tema que Larry explica a sus alumnos en la Universidad, parecería entonces regir todos los órdenes: el de la naturaleza, el de la ciencia y el de la religión. El plano final de la película, con ese foco de tormenta huracanada que se avecina sobre la ciudad en donde habitan Larry y su familia, es quizás clave para comprender la mirada que los hermanos Coen poseen sobre la humanidad, una mirada que no es sólo una declaración de principios, sino toda una (a)puesta en escena. Algo más parece decir esa escena en la que un viejo profesor de hebreo debe suspender la clase y organizar la evacuación de la escuela ante el inminente cumplimento del “acertado” pronóstico del servicio meteorológico local. Su respuesta, en parte, la podemos encontrar en la misma teoría de la incertidumbre a la que Larry le dedica un pizarrón lleno de fórmulas matemáticas. Este principio, también llamado “relación de indeterminación de Heinseberg”, afirma que es imposible determinar con certeza y en forma simultánea la posición y la cantidad de movimiento de una partícula, pues el solo hecho de someterla a medición implica producir una modificación en su trayectoria que arroja un error insalvable. Este resultado, como muchos otros de la física cuántica, sólo tiene incidencia en la física subatómica (el universo microscópico), pues en el mundo macroscópico esa indeterminación no tiene incidencia alguna. Y esto mismo ocurre en el universo de la película. El mundo de Larry se desmorona y el alcance de sus consecuencias no puede ser medido por él ni por los rabinos (el lugar reservado al “saber” en la película y en Larry), apenas pueden asistir todos al desencadenamiento de una serie de causas y consecuencias que no pueden ser pronosticadas de antemano, y sobre las cuales tampoco caben hacer interpretaciones con posterioridad a que ocurran. Sin embargo, los científicos pueden predecir con bastante precisión la tormenta que se avecina sobre el cielo de esa ciudad del oeste norteamericano. El principio de incertidumbre tiene incidencia en el mundo subatómico (el de Larry, el del ser humano, el de los Coen), mas no en el macroscópico del cosmos. Esa es la mirada que los directores nos devuelven de nosotros y de ellos mismos, la de unos seres indefensos y “serios”, casi estúpidos, en su ingenua credulidad de que se puede alcanzar a comprender con algún grado de certidumbre el misterio de la existencia.