La película del rey.
Uno de los más conspicuos representantes del que supo ser el imperio más poderoso del mundo enmudece frente a la presencia de un micrófono. La película de Tom Hooper se resume en la efusión edificante que se gesta alrededor de ese instante humanizador. En esta fábula de redención y superación personal no hay animales que hablen sino integrantes de la realeza. Se trata de hacerlos sencillos, espontáneos, de adosarles gestos reconocibles que sirvan no para identificarlos sino para convertirlos en hombres entre los hombres. Como sucedía con La joven Victoria –otro vehículo vistoso e inocuo diseñado para la rápida empatía y la identificación de compromiso–, en El discurso del rey el soberano se cubre de taras y de flaquezas para luego, en un movimiento ciertamente regio y ejemplar, elevarse sobre ellos y constituirse en guía y padre definitivo de la muchedumbre. El discurso del rey es una lección de moral universal pero, sobre todo, una instrucción de civismo. Si el joven hermano de Bertie (como llaman familiarmente al duque de York) es un díscolo que abdica del trono para casarse con una plebeya norteamericana, el duque vuelto rey trae las cosas de nuevo a su sitio asumiendo la voz de la nación (y de Dios, ya que estamos) frente a un pueblo angustiado por las recurrentes trapisondas de un petiso vociferante llamado Adolf.
Entre otras cosas, al duque se le recomiendan gárgaras para agilizar las cuerdas vocales, se le meten bolitas en la boca para ver si aprende por el camino difícil, como Demóstenes (de Sócrates, que padecía el mismo mal pero que no usó métodos así de cruentos, no se dice nada); se le sugiere fumar para distenderse y mejorar su rendimiento vocal. Justamente es el cigarrillo el que termina de dar el toque de superioridad moderna para que el espectador comprenda con una media sonrisa satisfecha que todos esos métodos son inútiles y que lo que el atribulado hombre necesita deberá surgir de sí mismo. Dicho y hecho, el tipo al que el duque recurre en último lugar le saca con firmeza el cigarrillo de la boca y le dice lo que todos sospechan: que lo que tiene está en su cabeza, que para curarse sólo debe proponérselo realmente. La película esboza una respuesta inmediata y propone una terapéutica de parvulario: lo que hay que hacer es sacarlo todo afuera, como se encargaba de prescribir una canción de Piero.
El duque de York tartamudea, no puede hablar en público, le cuesta expresarse enfrente de los otros. Delante de sus hijas es capaz de contar un cuento, un poco a los tropezones pero que igual hace que se queden encantadas. Para ser un hombre público, en cambio, le hace falta algo más. El problema es de puertas afuera: lo que el hombre no puede es ser un portavoz. En la película, entonces, la capacidad de oratoria se configura en la clave indispensable del poder: haga como si fuera teatro, le aconseja su terapeuta, un actor frustrado que ha adoptado el oficio de curar. En tanto, mientras Inglaterra duerme, en un noticiero se ve al führer dando uno de sus unipersonales grotescos, ciertamente tan recordados, que dejaban hipnotizadas a las masas.
El mentado discurso del duque, ya en su papel de rey, es el que lo confirma finalmente como un actor (nada nuevo: la política es teatro, parece que se nos dijera), un soberano que por fin dispone de sus atributos completos. Así las cosas, la película no deja de ser una parábola de salvación y conquista que se arropa oportunamente con ciertos fastos, con ciertos modales a partir de los cuales la inconsolable llaneza de su programa pretende esconderse detrás de una fachada de laboriosa sofisticación. El discurso del Rey no se ahorra los tics de la reproducción mimética a la hora de reconstruir el marco histórico en el que se desarrolla la trama, ni tampoco los duelos verbales aparatosos, convenientemente oscarizables, en el desempeño de los intérpretes. En El discurso del Rey todo está diseñado para que a partir de los desplazamientos de los actores por los planos –siempre justos y carentes del menor misterio– se refuerce la idea central de la película: todos podemos ser mejores, pero, sobre todo, debemos asumir el rol al que estamos destinados, alcanzar a rozar (la película se detiene cuando se insinúa el definitivo estadio consagratorio del protagonista) la gloria que el futuro nos reserva.
De paso, a la preocupación y el deslumbramiento provincianos por los asuntos de la realeza que la película explota se le conceden dosis de campechanismo a cargo de la figura del terapeuta, que trata al duque de igual a igual (es el único que comprende que la investidura es como un traje que el actor se calza antes de salir a escena), para que un atisbo de color igualitario reconcilie categóricamente al espectador con los reyes, que ante la simpleza de su interlocutor convienen en ser simples ellos también. Que el encargado de sacar las papas del fuego de la historia, disponiendo el ánimo de la población para entrar en guerra con Alemania, tenga una improbable sangre azul corriendo por sus venas no significa que no lo veamos humano. La película insiste una y otra vez en señalar el carácter especial de la nobleza como guía espiritual y simbólica del pueblo, pero para hacerla descender a la llanura taciturna de un padecimiento de orden universal. Con una prolijidad chapucera, enemiga glacial del cine, El discurso del rey es un cuento para niños crecidos en el que se nos invita a creer, contra toda evidencia, que la historia se hace con fuerzas providenciales que también pueden sentarse a nuestra mesa a la hora del té.