El discurso del rey es una película tímida, correcta, tan humilde en sus aspiraciones que impresiona. Allí están la realeza y sus costumbres, el contexto político, social y económico, la actualidad mundial, la guerra inminente, etc, pero el director Tom Hooper, imperturbable, opera siempre un recorte minúsculo en el relato que llama la atención por su rigurosidad. La película está interesada pura y exclusivamente en Bertie, el príncipe que, por motivos varios e imprevistos, termina sin quererlo heredando el trono de su hermano (que a su vez lo había heredado del padre). Según nos cuentan los demás y él mismo, Bertie es un político notable y un padre y esposo ejemplar, pero con el único problema de que su tartamudeo lo inhabilita para llevar una vida plena, ya sea dando un discurso por radio o contándoles un cuento a sus hijas. De allí en adelante, la película se va a dedicar de lleno a explorar los sinsabores cotidianos del príncipe tartamudo y sus intentos de superar (o al menos mejorar) su condición.
La de Hooper podrá no ser una gran película pero es sí es una película precisa, que sabe lo que quiere y cómo conseguirlo. Toda El discurso del rey reposa sobre los hombros de Colin Firth y la relación que entabla con Geoffrey Rush, y todos los demás personajes y conflictos están colocados como meros puntos de apoyo que sostienen ese contacto. No es raro que el hermano de Bertie (el rey que renuncia al trono para fugarse con su amante), el cardenal y Churchill tengan una terminación narrativa tan pobre y rústica; los tres no hacen más que tironear a Bertie y ponerlo en problemas, es decir, son los encargados de echar a andar la trama, porque el tartamudo por su cuenta parece que no hace nada. Entonces, con los conflictos sobre la mesa, la película ya puede entregarse por completo a lo que realmente le interesa: Bertie en el ojo de la tormenta y sus reacciones, sus gestos, la manera en que sienta y tarda en cruzar las piernas, la forma en que camina y lleva el sobretodo con el cuerpo firme y los brazos colgando como si le pesaran, las expresiones que pone frente a cada nuevo obstáculo que se le presenta, expresiones de un tipo seguro de sí mismo que sabe lo que tiene que hacer y que lo haría si pudiera, si no tuviera ese tartamudeo terrible que lo aplasta. El discurso del rey crea suspenso con una economía de recursos increíble, como pocas películas pudieron (y podrán) hacerlo, solamente mirando la cara tensionada de Bertie y los nervios que se apoderan de su rostro y de su mirada cada vez que tiene que hablar, y los esfuerzos sobrehumanos que hace su boca para empezar a pronunciar, entre espamos y ruidos de saliva.
Claro, para que esa premisa básica y minúscula y ese suspenso moderado sean efectivos, la película tiene que ponernos del lado del príncipe, hacernos vivir sus mismas angustias y temores; en pocas palabras, hacernos sentir a la par suyo. Para lograrlo, Tom Hooper ensaya un método que no por simple resulta menos exitoso: la cercanía con Bertie la establecemos mediante una cámara que prácticamente se le sube encima y lo observa a la manera de un microscopio, descerrajando primerísimos primeros planos unos tras otros. Algo parecido pasa con el guión, que se concentra estrictamente alrededor del protagonista y utiliza a los demás personajes (fuera del de Rush, obvio) solamente como satélites lejanos cuyos movimientos sacuden la órbita del planeta Bertie; ni bien cumplen con sus funciones ocasionales, la película los relega a un olvido silencioso, del que muchos (como su hermano) nunca vuelven.
Además de contar con el mérito de ser, probablemente, la primera película en la que un personaje inglés no solamente no habla fluida y elegantemente su idioma (piensen en todas las películas británicas que hayan visto y díganme una sola en la que alguien tiene problemas para pronunciar el inglés) sino que directamente sufre trastornos que le impiden decir unas pocas palabras de corrido, El discurso del rey tiene todo el encanto de una película discreta, chiquita en el mejor sentido posible, austera más allá de toda la batería de publicidad que se le adosó por el tema Oscar. Problemas no le faltan, obvio: explicación psicológica medio facilonga del problema de Bertie, contraste maniqueo entre la atomizada familia real y la unida y aceitada familia de clase media baja del personaje de Rush, la rigidez y unidimensionalidad del cardenal que hace Jacobi, etc. Pero más allá de eso, la claridad con que el guión vuelve todo el tiempo a Bertie gambeteando cualquier posible comentario sobre la época, la realeza, el gobierno o la guerra, y la transparencia con la que construye el suspenso, siempre de cara al espectador, sin trampas ni intrigas, hacen de El discurso del rey una película honesta, compacta, modesta en sus ambiciones pero cumplidora, que se pone una o dos metas y las cumple dignamente. El buen cine también está hecho de películas así, no solo de obras maestras.