El cuentito del monarca tartamudo
La gran candidata a llevarse el Oscar como mejor película no deja de ser una fábula prolijamente narrada sobre Jorge VI y sus dificultades en el habla. Poca novedad pero grandes actuaciones de Colin Firth y Geoffrey Rush.
La casi ganadora del Oscar a mejor película y a otros rubros de importancia reúne aquellos códigos que identifican a buena parte del cine inglés. Veamos: diálogos perfectos, reconstrucción de época, conflicto político e historia personal contada con ironía y sarcasmo, vestuario y decoración impecables, trabajos actorales que parecen salidos de la Royal Shakespeare Company. Sigamos con las características representativas en esta clase de películas: flematismo british, ironía británica, prolijidad inglesa. Paramos acá, pero conviene decirlo desde un comienzo: El discurso del rey es eso. Y poco más.
La película puede verse como un simpático cuentito donde el futuro rey Jorge VI acusa problemas de dicción, razón por la que su esposa contrata los servicios de un fracasado actor devenido en terapeuta para solucionar los problemas del próximo monarca. La historia es real y la ubicación de la anécdota comienza en 1925 con el tartamudo y bastante inestable aspirante a rey que no puede emitir un discurso, y se cierra cuando se dirige por radio y emociona al pueblo inglés (bueno, nunca aparece en imágenes) frente a la invasión nazi. En medio de todo esto, el duelo actoral entre Firth y Rush resulta suficiente para que la película no se precipite al academicismo más rutinario dentro de una historia que parece gobernada por la de un guión-formulario y la conformación de algunos textos burocráticos. Pero no hay mucho más que eso: el teatrista y televisivo director Hooper coloca la cámara en lugares insólitos (planos cenitales, uso de angulares gratuitos), acaso para escaparse de una puesta que le debe más a la escenografía que al lenguaje del cine. Critica filosamente al poder de la iglesia pero esto no es novedad y ya fue visto en docenas de films británicos. Jamás arriesga contar una escena donde no necesite recurrir a los textos, lo que no estaría mal si no hubiera existido Laurence Olivier y la corriente británica del cine y del teatro británico más tradicional. O el engreído Kenneth Branagh. O, sin ir tan lejos, la más reciente La reina de Stephen Frears, una película con los mismos códigos estéticos de El discurso del rey, pero más intensa, feroz, menos convencional, menos cuentito.
Y bueno. Será que los estadounidenses siempre necesitan premiar una película inglesa para disimular sus propias carencias ¿O se tratará de otro mea culpa de la anacrónica academia de Hollywood? El discurso del rey no está mal, pero es inocua, efímera, intrascendente. Imagínese tomarse el té más caro y un par de ricos scones rellenos en la casa de Victoria Ocampo de Mar del Plata. Te cae bien, pasás un rato agradable y a la media hora olvidaste todo. Y chau. <