Los estadounidenses llaman a ciertos films “crowd pleasers”, es decir, que agradan a las multitudes. Muchas veces, terminan siendo los grandes ganadores de Oscars porque, justamente, no despiertan apasionadas polémicas y el espectador sale más o menos sonriendo del cine. Ni más ni menos eso es “El discurso del rey”: la historia de la amistad entre un rey incapaz de hablar en público (Colin Firth) y un especialista en dicción que lo ayuda (Geoffrey Rush). Por detrás de esta historia basada en el lugar común de “los aristócratas también son seres humanos”, se mueven los conflictos de la monarquía inglesa y la política de fines de los años `30 (o sea, la abdicación de Eduardo VII, Hitler y el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial). Pero este marco es apenas informativo, porque lo que cuenta es el juego teatral de los dos actores –o tres, si sumamos el buen trabajo de comedia de Helena Bonham-Carter– delante del espectador. La profusión de detalles, vestidos, objetos y palacios es la de rigor, y está puesta en la pantalla con el mismo quieto detalle de un documental de History
Channel: es decir, luego de cumplir su mínima función de indicio, permanece como un decorado inocuo, a veces incluso sobreactuado. Ahora bien: ¿es una gran película o apenas un puñado de cosas lindas o entretenidas, más o menos bien empaquetadas? Sí, es lo segundo, algo así como una simpática comedia bien comercial, filmada con oficio para llegar a un público más amplio. Como una golosina, otorga un placer fugaz pero no alimenta.