Una fábula para desprevenidos
El trono del consenso suele ser la tumba del cine: Hollywood, y especialmente su mayor vidriera mundial (los Premios Oscar), configura un sistema casi perfecto de construcción y canonización del consenso, en el que no se deja mucho espacio a la discusión, la sorpresa, el riesgo o el azar, y por tanto tampoco al cine. Se trata de un sistema que se justifica bajo una cínica concepción de la democracia: no sólo porque un jurado de más de seis mil votantes (los miembros de la Academia de Ciencias Cinematográficas, encargados de elegir a los ganadores) no garantiza otra cosa más que un consenso ruin y ficticio, pues no es fruto de ningún debate ni promueve reflexión alguna, sino también porque las películas no se enfrentan en igualdad de condiciones a ellos (basta citar la marginación del cine no inglés del palmarés mayor para comprobarlo). Lo único que garantiza el Oscar es la perpetuación de un tipo de cine bien específico, donde el llamado séptimo arte queda reducido a un mero cálculo matemático, una simple fórmula para garantizar dividendos.
El discurso del rey, la máxima ganadora del domingo, se convierte así en una elección absolutamente coherente, pues se trata de una película calculada al milímetro para agradar a la mayor cantidad de gente posible. Exponente de un tipo de cine “de diseño”, donde la puesta en escena parece haber sido construida con parámetros típicos de la publicidad (y de su clase de diseño concomitante), el filme de Tom Hooper (ganador a su vez del premio a Mejor Director) confirma por un lado la fascinación que la realeza británica ejerce sobre Hollywood, que acaso la ve como un espejo de sí mismo, y por el otro los fuertes límites que tiene el mainstream para enfrentarse con honestidad al mundo en que vivimos. Timorata e insípida, la película no arriesga nada: su mayor desafío pasa por mostrar al futuro rey Jorge VI (Colin Firth, ganador de su Oscar respectivo) insultando, algo que tangencialmente revela la mirada colonial que tiene de la realeza. Se trata de un filme que reverencia impúdicamente a la monarquía, una de las instituciones más anacrónicas del mundo contemporáneo, a la que Hooper y compañía idolatran cual súbditos de otra era.
La anécdota es seguramente por todos conocida: el príncipe Albert, duque de York (que luego asumió como Jorge VI), enfrenta aquí el estigma de toda su vida, su tartamudez. Un nuevo invento ha venido a cambiar al mundo, y su propio padre se lo advierte: “Para ser rey ya no basta con ponerse uniforme militar y pasearse montado a caballo; ahora hay que saber actuar”. Corren los años 30 y la radiofonía anticipa el advenimiento de una nueva era, donde la realeza dejará de estar en un limbo intocable, y deberá salir a interactuar con su pueblo. Por suerte para Albert, el primer sucesor al trono es su hermano Eduardo (Guy Pearce), aunque su propio padre, el severo rey Jorge V (Michael Gambon), le advertirá que alguna vez él deberá hacerse cargo del trono, pues la vida relajada de su primogénito no augura buenas expectativas. Secundado por su esposa, la firme y determinada Elizabeth (Helena Bonham Carter), Albert buscará los más diversos tratamientos para su tartamudez, que se acrecienta a niveles inmanejables en discursos públicos, hasta que de con el heterodoxo especialista Lionel Logue (Geoffrey Rush), un frustrado actor que se terminará convirtiendo prácticamente en su terapeuta. El eje del filme pasará entonces por la relación entre éstos dos hombres de universos absolutamente diferentes, aunque como toda película de su especie El discurso… se esfuerza ostensiblemente por resaltar la “humanidad” de su principal protagonista, quien en algún momento deberá hacerse cargo del trono cuando su hermano corra detrás de su novia estadounidense, justo en los albores de la Segunda Guerra Mundial.
Políticamente cínica e históricamente tramposa, El discurso del rey no sólo esquiva los costados oscuros de sus personajes (e incluso se esfuerza por mostrar a los miembros de la realeza británica como mediadores ecuánimes entre la demencia del nazismo y el “abismo del proletariado”), sino que hacia el final compone además una elegía de la monarquía; fruto de una fascinación que se traslada también a su propuesta formal y estética, con encuadres calculados al milímetro (que muestran ostentosamente su vocación “artística”), planos-contraplanos que revelan una lógica casi televisiva, decorados expresionistas que intentan impactar por su detalle, una esforzada reconstrucción de época, unos pocos planos secuencia que sí logran transmitir la experiencia de su protagonista, y una banda de sonido que intenta asegurar el impacto emocional de sus secuencias. El mayor golpe está, empero, en la apuesta por la comedia, que principalmente se nutre de la relación entre el futuro rey y su terapeuta, con momentos que rayan la ridiculez, pero al mismo tiempo aseguran la humanización del protagonista (y por tanto la llegada al espectador), y que indirectamente confirman la burda banalización de todo el asunto, reducido a una mera fábula de superación.
Por Martín Iparraguirre