El discurso del rey es de esas películas complacientes, políticamente correctas, que buscan no enfadar a nadie.
Correcta en todos sus rubros, con una estupenda ambientación y unas actuaciones sobresalientes El discurso del rey es todo eso que uno podía esperarse antes de verla: la típica película británica nominada al Oscar, algo más o menos decoroso, que no espante a nadie, pero que al fin de cuentas tampoco sea algo que uno recuerde dentro de dos semanas. Sin embargo hay algo singular que vale la pena señalar, y que marca un poco los límites de esta propuesta dirigida por Tom Hooper: así como se le marca a su personaje principal que se detiene demasiado en su problema de tartamudez sin ahondar en el conflicto real, la película más nominada al Oscar nos hace distraer en ese problema sin ir más allá y, lo que es peor, ocultando así algunas concesiones hacia la propia Corona británica a la que amaga con cuestionar.
Si la historia del rey Jorge VI, sus problemas del habla y su baja autoestima, tiene algo a favor, es que se toma las cosas bastante a la ligera. El punto más fuerte del film es el vínculo que surge entre el Duque de York (Colin Firth) y su logopeda Lionel Logue (Geoffrey Rush), construido como una serie de charlas con diálogos afilados y dos actores mayúsculos. Que se entienda: lo de Firth es notable más allá de cómo “hace de” tartamudo. Firth varía aquí su habitual personaje incómodo y crispado, y lo que construye es una especie de pequeño monstruo, alguien incapaz de afrontar sus problemas, consciente de no estar en igualdad de condiciones con el resto del mundo, pero que por otra parte no es un ingenuo ni un inocente, y que puede actuar a veces de manera desleal. Pero el rostro de Firth nunca nos permite ver la emoción real de su personaje, convirtiéndolo en un ser encriptado: ¿al final apuró o no apuró a su hermano para que abdicara al trono? En última instancia, es una especie de relectura del Mark Zuckerberg de Red social. Que alguien así haya detentado el poder, asusta, aunque no sé si la película es consciente de esta lectura.
Si bien El discurso del rey no está nada mal, también es cierto que no es una película que desate pasiones. En mucho ayuda el escaso riesgo que toma Hooper, quien narra esto como mirando un imaginario manual de la correcta película inglesa que será nominada al Oscar. El único aspecto formal que lo identifica es una apuesta constante al gran angular, que a veces funciona en su deformidad y otras, resulta inocua.
Sin embargo, donde más la pifia el director es en la última parte: una vez en el poder, el rey Jorge VI tendrá que declararle la guerra a la Alemania de Hitler. El punto de vista se fija en cómo dice aquello que dice antes que en lo que dice. Está claro que estamos ante una película sobre la tartamudez del rey, pero en alguna instancia las licencias poéticas, cuando se opta por contar un hecho histórico, se agotan. Y donde más en evidencia queda esto es en cómo se construye ese final: el rey sale de dar el discurso, todos lo ovacionan, lo aplauden, y la película también. El mundo acaba de entrar en guerra, pero casi nadie presta atención al detalle. En todo caso, será una reflexión muy acertada sobre la superficie, la imagen y la política, aunque lo dudo.
El discurso del rey es de esas películas complacientes, políticamente correctas, que no buscan enfadar a nadie, y sí divertir un poco. Es verdad que cumple con aquello de no hacer enojar a nadie, pero convengamos que como objetivo es bastante limitado. Más o menos como este film menor y simpático, inexplicablemente celebrado en todo el mundo.