En pocas palabras
En un rincón de Europa hay un político con aspiraciones a rey que arenga a las masas alemanas con un discurso efervescente y pleno de retórica, capaz de convencerlos de que esa nación merece dominar el mundo. Varios kilómetros lo separan de un pequeño hombrecito, elegante y refinado, que porta la estirpe aristocrática en su andar; que soporta las humillaciones de su padre Jorge V (Michael Gambon), un soberano más cerca de la muerte que de seguir ocupando el trono de Inglaterra, y que padece de una profunda tartamudez. Ambos saben en su fuero interno que el poder no sólo se define por los actos sino también por la capacidad de liderazgo para lo cual es imprescindible expresarse adecuadamente.
Por eso, este hombrecito que no es otro que el duque de York (conocido luego tras su reinado que se extendió desde 1936 a 1952 como Jorge VII) debe intentar por todos los medios superar su problema lingüístico, dado que su hermano Eduardo VIII (Guy Pearce) abdica luego de un año en el trono por romper protocolos y tradiciones, además de no ocultar ante el pueblo su simpatía por Adolf Hitler y frente a sus funcionarios una evidente ineptitud.
Despojado de toda intriga palaciega, dejando en un segundo plano el contexto político y concentrándose mayoritariamente en sus personajes, El discurso del rey se inscribe en el tipo de películas como La reina. Para sorpresa de varios es la gran candidata a destronar a la supuestamente imbatible Red social en la próxima entrega de los premios Oscar el 27 de febrero. Ocupó el podio de los rubros más importantes de los premios Bafta; fue tenida en cuenta por los productores norteamericanos en la premiación anual y hace pocos días también recibió un apoyo incondicional por parte del sindicato de actores.
Su director Tom Hooper logra por un lado transformar una anécdota en una interesante historia de amistad entre dos representantes de castas sociales diametralmente opuestas, que comparten secretos, miedos e intimidades en un acuerdo de confianza y respeto admirables. Algo del estilo teatral sobrevuela en la estructura narrativa, cuyo fuerte es sin lugar a dudas las reuniones entre ambos personajes y el progresivo tratamiento al que se somete el rey.
Sin embargo, gracias a la deslumbrante actuación de Colin Firth el relato transita por los carriles de la historia de autosuperación, siempre bien recibida por la Academia, aspecto que vaticina la justificada entrega de la estatuilla dorada como mejor actor a Firth. Pero no sólo él deja su marca gracias al eximio guión de David Seidler sino que su coequiper, el australiano Geoffrey Rush, interpreta magistralmente a Lionel Logue como el encargado de acompañarlo en el proceso de transformación poco convencional que terminará por ayudarlo a superar el trauma del habla y para el que el soberano deberá abrirse emocionalmente.
No se trata aquí de desarrollar la relación particular entre un plebeyo y un aristócrata simplemente, sino de desentrañar las responsabilidades sociales frente al poder, ya sea político en el caso del rey o médico en el caso del logópeda sin dejar de lado claro está los aspectos humanos, denominador común entre ambos más allá de su condición social.
Así, las presiones por gobernar un país que acaba de perder a su autoridad máxima frente a la amenaza latente de la guerra mundial marcan el conflicto psicológico del protagonista pero hay otro que subyace y no cicatriza jamás como el trauma infantil, encerrado en el balbuceo cortante y en el silencio abrumador que lo hace vulnerable pese a la imagen de todo poderoso que debe transmitir ante sus súbditos y familia, donde la presencia de su esposa, la reina Isabel (Helena Bonham Carter), es fundamental.
En pocas palabras puede decirse que El discurso del rey es un film de impecable factura, tanto desde el punto de vista técnico como cinematográfico, que cuenta con un reparto lujoso dirigido implacablemente por Tom Hooper, y que seguramente continúe por la senda de los premios internacionales con justo merecimiento.