Gritos y susurros
Colin Firth, como el soberano tartamudo, y Geoffrey Rush, como su terapeuta, en un duelo interpre Tativo que termina en empate en la gran candidata al Oscar.
La película que tiene todos y cada uno de los elementos que tanto gustan a los miembros de la Academia de Hollywood (filme de época, historia real, personaje con capacidades especiales, grandes actuaciones, un protagonista que supera sus inconvenientes) se basa en una obra de teatro. Pero a no creer que es un filme de plano y contraplano, de frases hechas y estático. Por más que se desarrolle casi siempre en interiores, El discurso del rey es dirigido por Tom Hooper, quien a sus 37 años tiene en sus espaldas la miniserie John Adams y Prime Suspect : todo dinamismo.
El filme abre en 1925, cuando el por entonces príncipe Alberto debe dirigirse a la multitud que llena el estadio de Wembley, por la Exhibición del Imperio Británico, y a otros cientos de miles que lo escucharían por radio, el nuevo fenómeno de comunicación. Los silencios entre las sílabas que apenas puede pronunciar el príncipe hablan de un papelón. Y de un problema a futuro.
Bertie, como lo llaman sus íntimos, es tartamudo. El padre de la actual reina Isabel deberá enfrentar algo mucho más temible que un micrófono cuando su padre Jorge V (Michael Gambon) muera, su hermano mayor Eduardo (Guy Pearce) abdique para seguir tras una estadounidense casada y, a poco de la declaración de guerra con Alemania en 1939, deba ser, justo él, la voz cantante de la nación y su pueblo.
La película admite varias capas de lectura. Por un lado, la posición que ante sus súbditos mantiene cada uno de la familia real. Por otro la historia de amor –y habría que agregar, paciencia- entre Bertie/Jorge VI e Isabel (Helan Bonham Carter). Y tercero y principal, la relación entre Bertie y Lionel Logue, el terapeuta del habla que intenta ayudar al soberano y que ocupa en buena parte el centro de la cuestión.
Y para que el corazón del relato pueda latir y bombear suficiente energía se necesitaba una contraposición de caracteres entre el paciente y su terapeuta, apoyarse en diálogos filosos e ingeniosos y dos actuaciones a la altura de las circunstancias. Todo ello se cumple en El discurso del rey .
Colin Firth se parece físicamente poco y nada a Jorge VI y nadie ha visto o recuerda fotografías de Lionel Logue, por lo que lo mejor es reclinarse en la butaca y disfrutar del duelo interpretativo, que también tiene varias capas o niveles. El actoral, que termina en empate; el de los personajes, ya que uno es soberbio y el otro, más humilde, pero que proyecta en el príncipe todo lo que no pudo hacer o ser (Lionel es un actor frustrado); y el hecho de que el terapeuta sea australiano le confiere a la relación otro matiz, ya que es un súbdito, sí, pero, además, viene de una colonia… La relación entre Su Alteza Real y su terapeuta desnuda las hipocresías de las que tanto se hablan en esas esferas de la monarquía, y el método que utiliza Lionel para ayudar a Bertie es sencillamente curioso. Advierte que la ira, el enojo hace que la lengua se le suelte a Bertie a la hora de proferir improperios, y lo alienta a decir palabrotas, lo que genera risas en la platea, que permiten cierto relax en la tensión de la historia de un hombre más solo… que un rey.
“Tengo una voz”, llega a gritar Bertie antes de convertirse en rey. El problema es que nadie lo escucha, y en todo sentido. El hombre –que no tiene amigos y sí un pasado que habrá de revelarse nefasto- advierte que no ejerce poder alguno: son otros los que deciden si entrar en guerra o no con la Alemania nazi (brillante el momento en el que el rey ve un noticiero en el que Hitler se dirige a las masas y más que preocuparse por lo que sucede, admira lo bien que se expresa el Führer). Ya se ha dicho que el rey reina, pero no gobierna. Pero vayan a explicárselo a Bertie, que bastante tiene con practicar con sus trabalenguas.
Firth probablemente se lleve el Oscar que debió ganar en marzo pasado por su profesor gay en Sólo un hombre . Su actuación es soberbia más allá de que haya tenido que hacer como que tartamudeaba. Hooper lo rodeó de otros talentosos, como Derek Jacobi (como el arzobispo, algo encorsetado y macchietado ), Rush y Helena Bonham Carter, a quien alguna vez se la recompensará por interpretar tan disímiles personajes ingleses.
De todas maneras, El discurso del rey luce tan perfectita que por momentos uno recuerda que está ante una pantalla y le ve alguna que otra costura. Pero es un trabajo de orfebre, que le dicen.