Como la disputa entre los húsares de El duelo, de Joseph Conrad, la vida de François Vidocq fue el símbolo de la gesta napoleónica en París. Esa reflexión resulta tan evidente en la película de Jean-François Richet que la pronuncia Fouché, el "genio tenebroso" que sobrevivió a la República, el Imperio y al mismo Napoleón, mientras camina por los pasillos de los palacios mirando hacia el futuro. Pero la historia de El emperador de París no es la del traidor Fouché, sino la del hombre que pasó del crimen y el peligro de la guillotina a convertirse en el adalid de la justicia en las calles de la París del 1800.
El Vidocq de Vincent Cassel consigue con su presencia y su mirada sostener la leyenda que hicieran de su personaje Poe y Balzac mucho más que la convencional puesta en escena de Richet. Con algunos juegos de cámara y concentrado en amores y enfrentamientos con algunos criminales, El emperador de París apenas alcanza a dar la medida del mito de su personaje, figura excéntrica y plagada de contradicciones.
Tal vez la escena que mejor lo presenta es cuando, después de firmar el pacto con la policía y poner su astucia al servicio de esa endeble ley, su silueta se desplaza como una sombra por los sucios callejones de la ciudad. Es ahí cuando recuerda a Fantômas, bandido ejemplar de la literatura criminal francesa, capaz de usar su destreza al servicio de la rebelión. Vidocq tuvo algo de eso, pero acá solo aparece de a ratos.