El emperador de París centra su relato en la figura de Eugène-François Vidocq, criminal devenido en policía que funda la Seguridad nacional francesa en tiempos de Napoleón. Un personaje tan fascinante que desde Allan Poe hasta Rubén Darío se inspiraron en su figura para crear algunos personajes de sus célebres escritos.
La película, también centrada en Vidocq, descansa demasiado en la potencia Vincent Cassel, la grandilocuencia de la representación histórica (que muestra las calles de París como ríos de sangre, entrañas de animales y delitos impunes), y en los movimientos de cámara dignos de una película de acción (por momento bien podría esperarse alguna patada voladora o despliegue de artes marciales).
El filme es una propuesta bastante ambiciosa: una historia policial basada en un personaje real, una historia de amor y varias cuestiones más que son planteadas con la misma superficialidad. Y esto es un problema ya que en los momentos más dramáticos ni la hermosa, medida y bien ubicada banda sonora logra una conexión entre el espectador y el relato.
Quizás el planteo más interesante sea la relación entre delincuencia, justicia y orden, contada magistralmente en una escena donde, a medida que Vidocq apresa a delincuentes en la calle, el jefe de la policía, cómodamente ubicado en su oficina, mueve archivos de un mueble a otro, como una manera gráfica y sencilla de indicar un ordenamiento de las cosas en su sitio.
Ya que el director dejó de lado algunos de los aspectos más interesante de Vidocq, como la manera en la que resolvía crímenes haciendo uso de su experiencia acumulado en las calles, por lo menos el filme tiene un gran trabajo fotográfico y de representación de la época que enmarcan cada escena como si fuera sacada de un cuadro de Eugène Delacroix.
Es inevitable la sensación de que es una película llena de oportunidades desaprovechadas. Así, El emperador de París termina siendo una buena propuesta para seguidores de Cassel y fans de las películas históricas visualmente fieles a la época.