"El empleado y el patrón": las diferencias sociales y el orden de las cosas
La película del uruguayo Manolo Nieto Zas, protagonizada por Nahuel Pérez Biscayart y por el debutante Cristian Borges, pone en tensión el tema de las clases sociales, evitando tanto la caricatura como las simplificaciones voluntaristas.
En su segundo largometraje, El lugar del hijo (2013), el uruguayo Manolo Nieto Zas enfrentaba no sólo a dos generaciones de una misma familia –con el padre muerto, el heredero debía viajar de Montevideo a Salto para continuar (o no) con los negocios– sino a los representantes de diversas clases sociales, evitando tanto la caricatura como las simplificaciones voluntaristas. El empleado y el patrón, cuyo estreno mundial tuvo lugar el año pasado en el Festival de Cannes, continúa en esa senda, alejada del costumbrismo alienado de la ópera prima del realizador, La perrera (2006), jugueteando además con las posibilidades del thriller de baja intensidad. Rodrigo (Nahuel Pérez Biscayart, afilado como siempre) acompaña en el negocio familiar a su padre mientras atraviesa una etapa angustiante junto a su esposa Federica (Justina Bustos). Es que el pequeño hijo de la pareja podría o no estar sufriendo de un “síndrome” neurológico, diagnóstico que, por el momento, ningún médico ha podido confirmar con certeza.
La finca sojera, ubicada en algún lugar del Uruguay muy cerca de la frontera brasileña, requiere siempre de empleados y justo en tiempos de cosecha un par de trabajadores han dejado de ser de la partida. Es por ello que Rodrigo cruza al otro lado en busca de un joven confiable que sepa manejar la cosechadora. Nieto Zas se zambulle en la historia sin prolegómenos, presentando a los protagonistas con apuntes y detalles que van perfilándolos de a poco. Lejos del clásico representante de la burguesía campera, Rodrigo no refleja el arquetipo del patrón de estancia, es sensible a los problemas y conflictos de sus empleados y está dispuesto a dar una mano (su padre, interpretado por Jean Pierre Noher, parece estar un poco más cerca de ese carácter de clase, definido por una distancia fría). El elegido para la faena es Carlos (el debutante Cristian Borges), un muchacho conocido de la familia, buen jinete, fiable por sus referencias. Todo marcha sobre ruedas, como ese enorme tractor sojero, hasta que un accidente desarregla todo aquello que parecía engañosamente compuesto.
¿Quién es el responsable mayor del acontecimiento? ¿El dueño de las tierras o quien estaba detrás del volante? La respuesta, para quien vea la película, parece fácil de responder, pero el accidente laboral y las consecuencias humanas y económicas tienen corolarios inesperados y complejos. Luego de la tragedia, Carlos continúa trabajando en la estancia en otros menesteres; en una escena central antes del tercer acto, como responsable de un asado, el empleado es tratado con paternalismo y algo de desprecio por uno de los invitados. Rodrigo oye y observa todo con evidente incomodidad, pero no dice absolutamente nada. En esa breve instancia de radical importancia dramática lo que no se dice es tanto o más importante que aquello que se verbaliza. Lejos de la admonición o la simple bajada de línea ideológica, El empleado y el patrón juega con los preconceptos ideológicos del espectador, sin ofrecer respuestas claras ni soluciones demagógicas.
Luego llegará la posibilidad de reconciliar puntos de vista y aspiraciones, gracias a una carrera a campo traviesa que se lleva a cabo todos los años y permite la compra y venta de caballos de raza. En entonces cuando Nieto se encarama en el suspenso, permitiendo que ciertas sospechas y miedos ante posibles actitudes temerarias anticipen la posibilidad de un nuevo hecho trágico. El epílogo vuelve a equilibrar las fuerzas, pero no de la manera que Rodrigo (o Carlos) hubiesen esperado. No hay caso: el orden de las cosas es tan rígido, está tan prefigurado desde hace tanto tiempo, que ningún individuo es capaz de romper su esqueleto para armar con los huesos un nuevo cuerpo.