Diario de una niña que se despide
“El día que cumpla 12 voy a suicidarme”, afirma Paloma a cámara, muy seria. En los 165 días que quedan, Paloma abjurará de su familia de alta burguesía, formulará epigramas que Mafalda jamás hubiera soñado, ensayará variadas formas de suicidio, cultivará dos nuevos amigos y, sobre todo, grabará en su cámara un diario fílmico de ese último medio año. Basada en una novela de éxito, la ópera prima de la joven Mona Achache confirma al distinto como sujeto primordial del cine contemporáneo, a la hora de conquistar al estimado público. En este caso, la estrategia se triplica. En busca de refugio de todos los males de su mundo, Paloma hallará como aliados a la portera –lo más parecido a un descastado con que cuenta el edificio en el que vive– y un extranjero de cultivado exotismo. Juntos desafiarán el qué dirán y otras mezquindades de la normalidad.
Rubia, de anteojitos y gesto sobreactuadamente adusto, Paloma (Garance Le Guillermic) filma con obsesión a su familia (papá ministro, mamá cautiva del psicoanálisis, odiada hermana mayor) mientras los estigmatiza en off. La menor de los Josse es capaz de discutirle a muerte, a un amigo de sus padres, que el Go no es de origen japonés, sino chino. Y de afirmarle a papá, hablando de mamá, que “el psicoanálisis compite con la religión en su amor por el sufrimiento”. “Hay quienes para desafiarse a sí mismos escalan el Everest”, pontifica en off. “Mi Everest personal será mi película.” Unos pisos más abajo vive Renée, la portera (Josiane Balasko, conocida aquí sobre todo por Cama para tres, donde se enamoraba de Victoria Abril), consciente de responder con exactitud al estereotipo de la concièrge: “Vieja, fea y gruñona”.
Así, al menos, la ven todos los vecinos. Menos uno, que acaba de mudarse al edificio. Se llama Kakuro Ozu, también es viudo –como ella–, también ama a Tolstoi –como ella– y tiene el suficiente desprejuicio como para invitarla a cenar. Como a su vez Paloma habla japonés y ama la lectura, ella, Renée y Kakuro formarán un círculo virtuoso, opuesto a ese microcosmos copetudo de cinco departamentos de un piso entero, en pleno centro de París. Personajes de diseño, no poca arbitrariedad y una forma de chic progre –que opone el mundo del arte y la cultura al del poder y el dinero– dominan El encanto del erizo. La amistad y los libros alisan las púas de la encargada (a ella debe la película su título). Por improbable que suene, a los once Paloma se expresa como discípula aventajada de Barthes, Deleuze y Foucault y dibuja unas tintas que si las ven los de Fierro la contratan.
Por más que carezca de estudios, la concièrge cita Anna Karenina de memoria, lee a Junichiro Tanizaki y colecciona películas de Yasujiro Ozu. Para que todo encaje, Paloma, Renée y el otro Ozu deben ser dueños de gatos, todos ellos de nombres sofisticados. Y la concièrge y el educadísimo señor nipón tienen que haber enviudado por sendos cánceres. Como en una de Kieslowski (del Kieslowski francés, se entiende), una muerte se troca por otra: el azar como forma de la arbitrariedad.