Marionetas del destino
Paloma (Garance Le Guillermic) se filma a ella misma asegurando que cuando cumpla 12 años, en 165 días nomás, se suicidará. La niña anda con su cámara retratando todo lo que se le cruza, sobre todo a su familia y a los habitantes del edificio burgués en el que reside. Y el registro es acompañado por su voz, una forma de lectura en off sobre el micromundo que se retrata; uno que, para ella, es como una pecera de la que nadie puede escapar. No es un buen comienzo: Paloma es un personaje demasiado inteligente, de esa clase de inteligencia que se le ocurre a los guionistas. Y por eso, dice cosas y tiene comportamientos bastante poco creíbles. Cómo sobrellevar la carga de su personaje principal es parte del trabajo de la directora Mona Achache, y que por momentos lo logra.
Y lo logra, fundamentalmente, cuando se corre de Paloma y su familia (o del punto de vista de ella sobre su padre, madre y hermana) para concentrarse en otro vínculo, el que se va forjando entre la portera Renée (Josiane Balasko) y el nuevo vecino, el señor Ozu (Togo Igawa). Ambos viudos, ella bastante hosca y él sumamente reflexivo, se irán conociendo por la tozudez del hombre en contactarse y por el aligeramiento que practica Renée al aceptar salir de su caparazón en el que se ha escondido. En esos momentos, Achache retrata con sutileza la intimidad de los personajes y cómo se ven invadidas por la presencia del otro. Es un romance adulto, sencillo, sin estridencias. Y así se ve en pantalla.
Pero una y otra vez aparece Paloma con su cámara y todo se contamina de pedantería y un fatalismo tan ensayado que aburre. No hay en la forma en que la joven se enfrenta al mundo ni una cuota de ironía ni algo de humor. Está claro que la niña es un instrumento del guión que sirve para leer el subtexto de la obra. Hay frases demasiado inteligentes dichas con un aire de solemnidad que ni siquiera se acerca al mundo infantil, con el que la chica tendría que estar más conectada a pesar de su aparente aislamiento. Lo lúdico es dejado de lado porque, obviamente, son los adultos los que reflexionan a través de Paloma. Desde ahí todo se tiñe un poco de falsedad.
Finalmente Paloma, Renée y Ozu, eternos solitarios, se relacionarán a partir de una conexión intelectual. La portera hosca, gorda y fea lee a Tolstoi y comparte películas de Ozu (el director) con su vecino, mientras que Paloma sabe japonés y charla con el señor nipón. Son conexiones evidentemente manipuladas, y más grave aún, construidas en función de una idea peligrosa: que determinada intelectualidad hace mejores a las personas. No hay en el mundo por fuera de este trío algo de dignidad: los padres de Paloma son un desastre, la hermana parece tonta. Por eso, más allá de algunas ideas interesantes que quedan flotando sobre la vida en sociedad, la muerte y la vida, El encanto del erizo se ve como una película de guión, demasiado pensada y con personajes un poco falsos. Ni qué decir del final que no sólo es abrupto, sino además bastante injusto.
Este tipo de películas reflexivas sobre la vida y la muerte tienen un problema, y es que manipulan a sus personajes para acomodarlos a su tesis, que ya está escrita antes de empezar a filmar. No es un mal film, pero esa falta de libertad para contar atenta contra la relevancia que puedan tener algunos pasajes y hace ver todo como demasiado planificado.