Después de años de noviazgo y convivencia, Bruno (Ezequiel Tronconi) y Juliana (Mónica Antonópulos) tienen ideas diferentes sobre el futuro que esperan juntos: mientras ella considera que es su momento de ser madre, a él le aterra hacerse cargo de que tiene otros deseos.
Bruno ya evadió hacerse la pregunta por demasiado tiempo, no quiere ni considerar dar una respuesta al deseo de Juliana y se siente atacado por su insistencia. Una excusa que aprovecha para tomar una serie de malas decisiones poniendo en riesgo la pareja, maltratando a la mujer que se supone ama pero sin dejar de victimizarse ni intentar ver las cosas desde otra mirada que la suya propia.
Contenida en unos pocos días, El Encanto sigue a Bruno intentando indagar sobre lo que desea y algunos de sus miedos, especialmente el de perder la libertad y comodidad que tanto disfruta.
La vida encerrada dentro de una publicidad
No es nada nuevo decir que la generación millenial tiene una relación con la paternidad y maternidad un tanto diferente a generaciones anteriores. No es inverosímil el hedonismo que Bruno muestra en El Encanto, mucho menos teniendo en cuenta que es evidente que nunca tuvo que esforzarse por nada. Anda boyando por su vida cómoda de clase media alta, usufructuando un comercio que visita como si fuera un cliente y conviviendo con una pareja que a la primera vez que le exige un mínimo compromiso emocional, responde con maltrato y violencia.
La idea base de El Encanto es claramente tocar ese tema actual y complejo, indagar en los miedos y dudas de un sector social con suficiente libertad como para poder cuestionárselas en vez de tomarlas como una ley inmutable.
Una propuesta potencialmente muy interesante, si no fuera porque en todo momento se siente que El Encanto toca de oído y con tibieza los temas que pretende estar analizando, aunque con pretensiones de profundidad. Con un andar completamente anodino y exasperante, la trama recorre varios supuestos conflictos menores que nunca llegan a desarrollarse ni atrapar, porque la mayoría de los personajes son irrelevantes y bidimensionales, sin vida propia. Solo se salva un poco el padre de Bruno, quizás el único que se siente honesto en ese limbo de irrealidad, aunque queda la sensación de que eso es el oficio del actor (Boy Olmi) sacándole agua a las piedras.
No tiene nada de malo que una película tenga un protagonista despreciable o, incluso, que siendo el villano de la historia termine saliéndose con la suya; pero en general esas propuestas tienen la decencia de hacerse cargo de lo que están contando en vez de normalizar sus acciones sin ninguna crítica, para que en algún punto el personaje se redima sin hacer nada. Porque en el fondo no hizo nada tan malo, claro.
No pasa aquí, pues el El Encanto da una vuelta en círculo y regresa a su punto de partida haciendo de cuenta que hubo cambios, sin dar razones para creer que sucedió algo en el camino, salvo que un director tuvo su excusa para grabar escenas de sexo con actrices atractivas y mostrarse como un músico cool durante 80 minutos. Todo con estética de publicidad con filtro de Instagram.