Dramas de la ficción histórica
Indefinida entre lo verosímil y el riesgo de la ficción, no llega a generar la tensión dramática del caso.
Parafraseando a Gabriel García Márquez, podríamos decir que en El encuentro de Guayaquil tenemos a dos generales en su laberinto. La película de Nicolás Capelli (Matar a Videla), narra, recupera y ficcionaliza aquélla mítica y nada documentada entrevista que mantuvieron José de San Martín y Simón Bolívar en la ciudad ecuatoriana, un 26 de julio de 1822. Y, en sintonía con el Nobel colombiano, aborda a los próceres sin ocultar sus debilidades.
De factura tradicional, tan esquemático desde la estructura como lanzado en la ficcionalización, el filme reconstruye con escasos elementos el supuesto diálogo entre los libertadores. Acentúa sus penurias, su escasez de recursos, la difícil situación militar que atraviesa San Martín en Perú y el drama colombiano de Bolívar. Estamos frente a una charla de la que sólo se sabe el resultado, que se juega mucho en la verosimilitud de los cruces de esa dramatización central pero también en la contracara documental que se le exige a una ficción histórica con las pretensiones de ésta.
Guayaquil es el epicentro en esta película basada en el libro de Pacho O'Donnell que primero fue obra de teatro. Pero hay poco material para ese diálogo, entonces juega fuerte el flashback, la recuparación histórica de los sucesos más conocidos en la carrera militar de los personajes. A la par, fluye una evidencia excesiva del intento por “humanizarlos” con diálogos desacartonados, con apetencias libertinas, donde sus mujeres juegan un rol central. Sexo, desnudos, romances de próceres inmaculados.
Se nota el influjo de O'Donell, incluso en el protagonismo que se da a figuras como Monteagudo, “el prócer olvidado de la revolución”. Pero esa cotidianeidad de la obra choca también con las preguntas demasiado explícitas que enarbolan y recitan los protagonistas. Un llamado a la reflexión, casi un mandato para distinguir independencia de libertad con tono de bajada de línea es puesto en boca de estos héroes románticos inmersos en un round de estudio que los muestra vulnerables y poderosos a la vez.
El principal desafío lo asumen Pablo Echarri y Anderson Ballesteros (Escobar: el patrón del mal), los protagonistas. ¿Qué actor puede representar a un prócer? ¿Cómo se hace para salvar esas distancias en una ficción histórica? Ambos sobrellevan una contradicción latente: la osadía del filme desde lo narrativo, un ejercicio de imaginación, se desvanece en su estructura timorata, sin riesgos tampoco para el espectador. A diferencia de películas como El movimiento, de Benjamín Naishtat, por citar un título actual que va al hueso de la cuestión , aquí subyace un cuento cerrado, a mitad de camino entre la historia y la ficción.De factura tradicional, tan esquemático desde la estructura como lanzado en la ficcionalización, el filme reconstruye con escasos elementos el supuesto diálogo entre los libertadores. Acentúa sus penurias, su escasez de recursos, la difícil situación militar que atraviesa San Martín en Perú y el drama colombiano de Bolívar. Estamos frente a una charla de la que sólo se sabe el resultado, que se juega mucho en la verosimilitud de los cruces de esa dramatización central pero también en la contracara documental que se le exige a una ficción histórica con las pretensiones de ésta.
Guayaquil es el epicentro en esta película basada en el libro de Pacho O'Donnell que primero fue obra de teatro. Pero hay poco material para ese diálogo, entonces juega fuerte el flashback, la recuparación histórica de los sucesos más conocidos en la carrera militar de los personajes. A la par, fluye una evidencia excesiva del intento por “humanizarlos” con diálogos desacartonados, con apetencias libertinas, donde sus mujeres juegan un rol central. Sexo, desnudos, romances de próceres inmaculados.
Se nota el influjo de O'Donell, incluso en el protagonismo que se da a figuras como Monteagudo, “el prócer olvidado de la revolución”. Pero esa cotidianeidad de la obra choca también con las preguntas demasiado explícitas que enarbolan y recitan los protagonistas. Un llamado a la reflexión, casi un mandato para distinguir independencia de libertad con tono de bajada de línea es puesto en boca de estos héroes románticos inmersos en un round de estudio que los muestra vulnerables y poderosos a la vez.
El principal desafío lo asumen Pablo Echarri y Anderson Ballesteros (Escobar: el patrón del mal), los protagonistas. ¿Qué actor puede representar a un prócer? ¿Cómo se hace para salvar esas distancias en una ficción histórica? Ambos sobrellevan una contradicción latente: la osadía del filme desde lo narrativo, un ejercicio de imaginación, se desvanece en su estructura timorata, sin riesgos tampoco para el espectador. A diferencia de películas como El movimiento, de Benjamín Naishtat, por citar un título actual que va al hueso de la cuestión , aquí subyace un cuento cerrado, a mitad de camino entre la historia y la ficción.