La realidad como paisaje
Eran Kolirin intenta abordar en El enemigo interior (Me’ever Laharim Vehagvaot, 2016), a la vez que un conflicto familiar, la compleja situación de su país, sin lograr con éxito lo primero y dejando como saldo más ruido que nueces en la segunda empresa.
David (Alon Pdut) se ha retirado del ejército y ahora intenta, sin suerte, empezar lo que él llama una carrera en marketing, que consiste más bien en convertirse en distribuidor de una empresa de venta directa. Rina (Shiree Nadav-Naor), su mujer, enseña literatura en la secundaria y se pregunta por si su cuerpo todavía es capaz de dar y recibir placer. Yifat (Mili Eshet), la única mujer de los tres hijos que la pareja tiene en común, tienta a oscuras los límites de su edad, y también de su cultura, de su religión y de la política de su país. La vida de una familia en Israel se parece bastante a la vida de tantas otras familias en cualquier parte del mundo. Un combo de potencialidades en la cuerda floja al borde de la explosión.
En la trama que narra el recorrido de la joven desde manifestarse en contra del sistema junto a su novio y amigos hasta coquetear -del otro lado, franqueando la barrera- con un terrorista, El enemigo interior pretende dar cuenta de la complejidad del entramado social y político que atraviesa el territorio. O quizá, debido a los resultados del final, busca ganarse el beneplácito de aquellos consumidores que asisten a la sala a ver la película ya con sus expectativas cumplidas en la mochila: el que por situar la historia en Israel presupone seriedad, posiblemente sea el mismo que espera de toda película latinoamericana un pantallazo de pobreza.
Tras un breve encuentro con la ambigüedad y el corrimiento, lo formal encara la pendiente y acaba por el piso. No más empezar, el tipo de plano, la mirada a cámara y la utilización de la música prometen un riesgo que nunca se asume por completo. La coreografía minimalista de los cuerpos durante el simulacro de evacuación parece que viene a jugar con el lenguaje pero no se trata más que de una ilusión. Nadie debería conceder que en el cine no haya una voz propia. Es un problema lo fácil que resulta, bajo el camuflaje de insertar un paisaje, hacer la misma película de siempre. Filmar el encuentro entre musulmanes y judíos no implica tener una mirada crítica. O sí: la denotación, según Barthes puede que sea la última de las connotaciones. Y entonces se abre otro juego, el de asumir cuánta responsabilidad hay también en la superficialidad de las cosas.
Nada está mal o bien: siempre se trata de posturas. La película de Eran Kolirin se mete en un brete que a las claras no necesita. Es decir, El enemigo interior gana -si tiene algo que ganar- cuando pinta en sus vaivenes las pasiones de los integrantes de la familia. La tensión entre la obligación y las ganas es la materia prima. Por lo cual la pretendida reflexión sobre un conflicto que lleva -en lo concreto, aunque en verdad data de mucho más tiempo atrás- por lo menos medio siglo estallado deja un sabor a poco, un gusto a pescado podrido. Los árabes terminan por ser todos terroristas y los trapitos sucios encuentran indulto entre las cuatro paredes del hogar. Limitarse al conflicto familiar no significa rescindir la mirada sociopolítica -y si no, por nombrar un caso, habría que ver lo que hace Pier Paolo Pasolini en Teorema-, porque si las intenciones eran encarar con madurez la situación actual el discurso no se queda chico: más bien, un tanto engañoso.