Aventura y espíritu lúdico
Como en los primeros largometrajes de Matías Piñeiro, la idea de los juegos y las conspiraciones grupales van desarrollando algunas de las vueltas de tuerca de un relato que abreva tanto en Poe como en Robert Louis Stevenson.
Desde su estreno en el último Bafici, El escarabajo de oro ha generado toda clase de repercusiones, ubicadas entre dos extremos en apariencia irreconciliables: las descripciones de fondo y forma que la interpretan como una enjundiosa reflexión metacinematográfica y aquellas otras que sólo ven en el film un chiste interno algo pedante. Quizás el film de Alejo Moguillansky y la sueca Fia-Stina Sandlund no sea ni una cosa ni la otra. O, por qué no, tal vez ambas entidades se superpongan de tal forma que no sea posible separarlas, y esa sea precisamente parte de su gracia y razón de ser. Algo es indiscutible: la falta de gravedad, el tono juguetón que la película nunca abandona, la capacidad de reírse de sí mismos de los responsables se agradecen profundamente y hacen que la experiencia nunca desbarranque en las banquinas de la autoindulgencia.
Nacido en el festival danés CPH:DOX –especializado en el cine documental pero abierto a toda clase de cruces e hibridaciones–, el proyecto tenía una condición sine qua non: que el film resultante fuera codirigido por un realizador escandinavo y otro de algún país (atención, eufemismo) “emergente”. Lejos de lo esperado, El escarabajo de oro se toma a la chacota su condición de película financiada por dineros europeos y hace que ese mismo hecho descanse cerca de su núcleo narrativo, no tanto como escupitajo sobre la cara de los mecenas como cavilación en tono de comedia sobre los fondos de coproducción y la idea de un cine tercermundista para el consumo del mundo civilizado. Difícil saber qué hubiera pensado Glauber Rocha, pero lo cierto es que el extraño objeto de Moguillansky y Sandlund vuelve –en otro tono, en otra época, con otras intenciones– sobre muchas de las inquietudes del autor de La estética del hambre.
Como en los primeros largometrajes de Matías Piñeiro, la idea de los juegos y las conspiraciones grupales van desarrollando algunas de las vueltas de tuerca del relato. Como en la anterior película de Moguillansky, El loro y el cisne, realidad y ficción se confunden, aunque en este caso sería más acertado decir que se desbaratan o trastrocan. Y también, como en las Historias extraordinarias de Mariano Llinás, que aquí se desempeñó como productor, coguionista y actor secundario, se vuelve al deseo de revisitar las fuentes del relato de aventuras clásico. Si el título de la película es homónimo de un cuento de Edgar A. Poe, El escarabajo de oro también regresa al universo de La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, aunque, por supuesto, de manera escasamente literal. La secuencia de títulos, que se desglosa a lo largo de casi veinte minutos (en otros idiomas y un poco en broma: Moguillansky figura, además de codirector, como responsable de la “mise-en-scène”), presenta a los personajes involucrados: Victoria Benedictsson, la escritora sueca del siglo XIX en cuya figura estará, en principio, centrado el film dentro del film, y Leandro N. Alem, quien será su eventual reemplazo; un suicida por otro suicida, una feminista por el fundador de la Unión Cívica Radical.
Pero también presenta a los realizadores de la película: el argentino, en cámara casi todo el tiempo, y la sueca, en estricto off, haciendo y atendiendo llamados telefónicos desde Nueva York. A ellos se les suman, entre otros, dos actores (Rafael Spregelburd y Walter Jakob), el equipo técnico y artístico, dos jóvenes europeos representantes de los fondos de producción y, finalmente, dos mujeres (Luciana Acuña y Agustina Sario), las únicas en el reparto/grupo, que irán corriéndose de los márgenes al centro a lo largo del metraje. Todos ellos haciendo de sí mismos pero también de otros. Desde un primer momento, surge un dato que hace que el rodaje dentro de la ficción se transforme en una simple fachada, una cortina de humo: la pista, en apariencia certera, acerca de un tesoro enterrado en las cercanías de las Ruinas Jesuíticas de Misiones. Hacia allí partirá entonces la cuadrilla, cada uno de sus miembros con un plan más o menos secreto.
Como en el film más famoso de Llinás, hay aquí también historias enmarcadas en forma de flashbacks –Benedictsson y Alem, pero también el bandolero brasileño que roba un arcón lleno de monedas de oro de la corona portuguesa– y un par de relatos en off que, a la manera del coro griego, describen y comentan las acciones de los personajes (Hugo Santiago interpreta la voz de Alem y hay más de una joyita cómica en su relato de los avatares de los héroes, a su vez relectura lúdica del pasado histórico de nuestro país). El escarabajo de oro es frenética por momentos, en otros un poco cansina, siempre algo inesperada, y entre sus pretensiones no parece existir el encumbrarse en lugares que no le corresponden. A pesar de ello, algunas lecturas han visto en sus reflexiones sobre el colonialismo, el machismo y el cine en las periferias de los centros de producción algo lábil y chabacano, más cercano a la charla de café que a la reflexión filosófica. Pero, ¿y si así fuere? ¿No será ésa la idea, a fin de cuentas, de que no sólo de gravedad se vive?