Un Polanski placenteramente clásico
André Bazin definía al cine clásico como aquél con reglas bien elaboradas, capaz de contentar a un amplio público, con “estilos de fotografía y de planificación perfectamente claros y acordes con el asunto”. El nuevo film de Roman Polanski (1933, París, Francia) se ajusta plena, gozosamente a esta caracterización, y resulta bienvenido porque, al contrario de lo que se piensa, no es habitual encontrar buenos ejemplos de cine clásico en la actualidad.
Por un lado, es innegable que –sobre todo en los productos de Hollywood, cuya resonancia se traslada al cine que se hace en el resto del mundo– predomina un tipo de narración clásica, donde, como escribió David Bordwell, una cuestión inicial se altera para, finalmente, volver a la normalidad. Pero estas narraciones suelen aparecer revestidas de efectos y frenesí, imponiéndoseles una apariencia falsamente moderna. La realidad es que son pocas las películas que, como ésta, desarrollan un relato con concisión y contención.
A diferencia del cine que Polanski hacía en otros tiempos (bastante convulsionados, en el mundo y en su propia vida), con búsquedas plásticas y dramáticas para expresar conflictos psicológicos, acercándolos al horror (Repulsión, El bebé de Rosemary, El inquilino), en los últimos años se lo ha visto interesado en historias más tradicionales, con un estilo más impersonal (La novena puerta, El pianista, Oliver Twist). Es cierto que más de una vez había apelado explícitamente al cine de géneros, con productos muy controlados –los disfrutables Barrio Chino y Búsqueda frenética, por ejemplo–, pero ahora parece decidido a abrevar exclusivamente de esas fuentes. La manera con la que lo hace esta vez es ejemplar.
Cada una de las apariciones de los personajes en pantalla, cada acontecimiento de los muchos que integran el argumento, cada decisión tomada por director, iluminador, diseñadores y vestuaristas, responden a un plan preciso. Si bien la construcción de la película invita, precisamente por su clasicismo, a concentrarse exclusivamente en el relato, puede apreciarse cómo Polanski recurre a la cámara en movimiento sólo cuando la acción lo requiere (por ejemplo durante una manifestación en la calle), o logra dar importancia a las palabras haciendo que cada cosa dicha (y se dicen muchas, incluyendo algunas ironías) tenga su peso. Secuencias como la del encuentro del protagonista con un misterioso profesor interpretado por Tom Wilkinson, o el extraordinario final (donde se expresan varias cosas casi sin palabras y con escasos dos o tres planos) son verdaderas lecciones de cine.
Si El escritor oculto no parece anacrónica no es solamente porque los personajes recurran a Google o a sus teléfonos celulares, sino por la causticidad con la que –partiendo de una novela de Robert Harris, quien no casualmente conoció de cerca a Tony Blair– se expone la trama de intereses de la política actual, representada especialmente en la figura de un primer ministro inglés acusado de defender las torturas en Irak, con contactos con la CIA y el MI5. Ese tejido de ambiciones se revelará ante el escritor oculto o fantasma al que alude el título, un periodista enfrentado a diversos dilemas y peligros (un exacto Ewan Mc Gregor) al ser contratado para escribir las memorias del político.
Resulta casi inevitable relacionar El escritor oculto con el último film de Martin Scorsese, estrenado este año, no sólo porque hay aquí también una isla bastante siniestra a la que es llevado el incauto protagonista, sino porque en ambas se aprecia cierta dignidad, cierta sabiduría incluso, reconocible sólo en la obra de los grandes maestros.