Gran obra del prisionero de Gstaad
Con impecable pulso narrativo, el cineasta dedica dos horas a una trama intrigante, con tanta paranoia como ironía. Para ello se vale de un elenco sin fisuras y de una forma que respeta la tradición del cuento de misterio a la inglesa.
Desde sus primeras películas hasta El inquilino, con El bebé de Rosemary por apoteosis –sin excluir su brutal rendición de Macbeth, como tampoco la mismísima Barrio chino– lo que podría considerarse “núcleo duro” de la obra de Roman Polanski parecería cumplir una función semejante a la de ciertos juegos infantiles: la de sublimar o expurgar fantasmas internos, mediante su puesta en escena y representación. En momentos en que cumple prisión domiciliaria, a ese cuerpo de obra –representativo de lo polanskiano por excelencia– viene a sumarse ahora El escritor oculto, su película más reciente, editada por el realizador ya largamente septuagenario desde la cárcel y merecedora de un Oso de Plata en la última edición de la Berlinale.
Pero la vida de Polanski también ha sido generosa en placeres, y el hombre siempre estuvo más cerca de la figura del playboy o el dandy que del artista torturado. Es así que El escritor oculto puede ser disfrutada como corresponde a dos horas de pura evasión. Claro que no se trata de cualquier forma de evasión, sino de una construida con el más clásico rigor, de modo que en medio del placer narrativo se filtra la sensación, ligeramente malsana, de que el mundo es una gigantesca conspiración. Conspiración de la que, como suele suceder en sus mejores películas, los simples mortales son víctimas. Basada en la novela The Ghost, del autor británico Robert Harris (quien escribió la adaptación junto con Polanski), hay por lo menos dos fantasmas en el opus 18 del realizador polaco. Uno es el protagonista, al que en créditos se identifica simplemente como The Ghost, que deberá funcionar como escritor en las sombras para un ex primer ministro inglés, deseoso de publicar sus memorias. El otro fantasma, cuya sombra pesa ominosamente desde la secuencia de apertura, es el del antecesor del escritor, que aparece misteriosamente ahogado cerca de la casa del político.
Tiene un sello hitchcockiano esa escena inicial, con su pausada e indefectible construcción de un enigma, expresado en puros términos visuales. A bordo de un ferry un auto queda inmóvil, entre muchos que avanzan. La policía descubre que no hay chofer: en el plano siguiente su cadáver descansa sobre la costa. Un aire de sospecha se tiende sobre la siguiente secuencia, cuando el escritor sin nombre (un Ewan McGregor adecuadamente frágil) es citado a un meeting en una editorial. Todos los concurrentes parecen fachadas de otra cosa, como sucedía con los vecinos de El bebé de Rosemary. ¿Pura paranoia? Tal vez. ¿Injustificada? Eso está por verse. Lo cierto es que los modales, la voz aguardentosa y hasta la calva del representante de la casa matriz (irreconocible James Belushi) no son los del dueño de una editorial, sino los de un mafioso.
Durante los restantes ciento veintipico de minutos se multiplica al infinito el mecanismo de diseminación de sospechas –palanca básica del género– establecido en esa escena. ¿Palanca básica de qué género? ¿El thriller a la americana? De ninguna manera. El escritor oculto responde a una tradición bien distinta, la del cuento de misterio a la inglesa. Tradición artesanal, elaborada con minucia de joyero, astucia de espía e ironía siempre latente. En ocasiones, manifiesta: prestar atención a la música de carrusel con que el compositor Alexandre Desplat comenta las acciones más tortuosas. Justo en el momento en que el escritor se pone al servicio del ex primer ministro Adam Lang (Pierce Brosnan), la televisión del mundo entero informa que el hombre, acusado de entregar en bandeja sospechosos islámicos para que la CIA disponga de ellos (referencia directa a Tony Blair, en quien Harris creyó alguna vez) será juzgado como criminal de guerra por el Tribunal de La Haya. De allí en más será muy espeso el clima que se respire en casa de Lang, apellido que en cine es sinónimo de conspiración.
El bunker de Lang, para decirlo más precisamente. Como Los mil ojos del Dr. Mabuse, sus ventanales a la playa parecen pantallas de cinemascope. Escenarios abiertos a la representación. Es lógico: en esa casa todos dan la sensación de estar actuando. Desde la secretaria privada (esa máscara llamada Kim Catrall) hasta la agria esposa (Olivia Williams, conocida sobre todo por Rushmore). Pero sobre todo el dueño de casa, que antes de ser Prime Minister fue... actor, claro. Sin olvidar al encumbrado profesor de política internacional que vive del otro lado del río, tan respetable como cualquier villano hitchcockiano (inmejorable Tom Wilkinson). Cuando al final se descubra la verdad, los participantes de una fiesta parecerán, como los de El bebé de Rosemary, oficiantes de una misa negra, cuyo demonio lleva ahora las siglas de una agencia de espionaje. Allí, de pronto, todo indica que el héroe, hasta entonces perfecto ingenuo polanskiano, logrará dar vuelta el tablero. Para no llamarse a engaño convendrá recordar cómo suelen terminar las mejores películas del hoy prisionero de Gstaad.