Rata de dos patas
Te estoy hablando a ti
Porque un bicho rastrero
Aun siendo el más maldito
Comparado contigo
Se queda muy chiquito
Policías y Ratones
Como la mayoría de los grandes estrenos comerciales que quedaron pospuestos por la pandemia, El escuadrón suicida llegó con una dosis de expectativa extra. Se anunció desde el principio como una suerte de “corrección” de la espantosa Escuadrón suicida (2016), que dirigió David Ayer, la primera adaptación al cine del supergrupo de DC comics Task Force X, popularizado por el guionista John Ostrander a finales de la década del 80′. El grupo, de conformación variable, reúne a villanos convictos del universo DC con diferentes grados de (in)competencia en una misión -lo habrán adivinado- suicida, con el objetivo de recuperar su libertad.
Si le creemos a los chismes y a lo que el propio David Ayer viene diciendo en sus redes sociales, poco quedó de la versión de la película que el guionista de Día de entrenamiento había querido hacer. A pesar de que resultó un éxito de taquilla, la crítica la destruyó. DC y Warner tenían algo en claro: si querían seguir usufructuando los personajes de la Task Force X, tenían que reinventarlos. La oportunidad llegó de la mano de James Gunn, director formado en la bizarra escuela de la productora Troma (la de El vengador tóxico). Gunn venía de realizar dos películas de Guardianes de la galaxia (2014), producida por Marvel/Disney Studios. Allí ya había demostrado su capacidad para popularizar un grupo relativamente desconocido y profundamente disfuncional de antihéroes, a fuerza de ternura y de un humor (un poco más) audaz que el de las otras películas de Marvel. Eventualmente, Gunn resultó ser también un inadaptado para el moralismo de los grandes estudios: en 2018, el Daily Mail reflotó viejos tuits del director, donde hacía chistes con unos cuantos temas tabú. Disney lo despidió en medio de un escándalo, con voces enardecidas a lo largo de todo el espectro de opinión que puede suscitar la llamada “cultura de la cancelación”. Los que llegaron a una conclusión rápida fueron los ejecutivos de DC/Warner, que le ofrecieron a Gunn la oportunidad de sumarse a sus filas, con libertad creativa total. Se planteaba una suerte de Beatles vs. Stones: si Marvel/Disney era una empresa pacata que se asustaba por unos tweets viejos, DC/Warner le ofrecía al ángel caído de Marvel una temporada para divertirse en el infierno.
Esta historiografía de El escuadrón suicida es para señalar el enorme bagaje previo con el cual vamos al encuentro de una película de esta escala. Lejos de ser un aditivo, este bagaje se utiliza para condicionar activamente las expectativas del espectador mínimamente enterado de estas cuestiones a la hora de formarse una idea sobre lo que acaba de ver. Esta era, entonces, la película “stone” de Gunn, y también la de DC; la película en la que el director de Marvel se sacaba el bozal y mordía, en una película calificada en EE.UU. como R (Restricted). Un festival de tiros, sangre y vísceras que el director podría combinar con la dinámica tierna y disfuncional de sus aventuras por el mundo Marvel.
El resultado es extraño, decepcionante y, sorprendentemente, bastante parecido al de su antecesora. El escuadrón suicida de James Gunn es mucho más coherente que Escuadrón suicida de David Ayer, sí. Tampoco es que eso sea un elogio. En el fondo, los problemas siguen siendo más o menos los mismos: la pobrísima caracterización, el irritante postureo cool y una trama que es como un deambular, con excusas más o menos elaboradas para que cada una de las propiedades de DC pueda lucirse. Una película organizada bajo la lógica de la mostración, la de los personajes y la del propio Gunn, que pareciera querer ofrecer un poco de todo: si buscan la dinámica disfuncional de Guardianes…, está; si buscan algo del body horror repugnante de esa gran película llamada Slither, también; si buscan la sensibilidad repugnante de Troma y la violencia de Super, también está. El resultado es una película cambalachesca, que apuesta al despropósito y a la acumulación para llenar un vacío muy difícil de llenar, el de un director con cierta personalidad trabajando en base a automatismos. Es la primera película cínica de la fábrica DC.
El escuadrón suicida tiene muchos personajes, y Gunn utiliza a la mayoría para desorientar al espectador: algunos mueren casi tan rápido como aparecen y, si bien tiene sentido hacer uso de este recurso para darle vértigo e imprevisibilidad a la misión, falta algo muy importante: que una parte de lo que ocurre nos importe. A lo largo de la película, la sensación es de bastante frialdad, una dificultad grande para conectar con algo de lo que cruzaba por la pantalla. Gunn se regodea tanto en desvíos tarantinescos que la verdadera película tarda muchísimo en comenzar. Eventualmente, hace pie y termina centrándose en los personajes que realmente le importan: Bloodsport (Idris Elba), Peacemaker (John Cena), Rick Flag (Joel Kinnaman), Harley Quinn (Margot Robbie), Ratcatcher 2 (Daniela Melchior), King Shark (la voz profunda de Sylvester Stallone) y el muy ridículo Polka-Dot Man (David Dastmalchian). El director busca consolidar otro equipo de antihéroes disfuncionales a la manera de Guardianes…, pero le concede muy poco tiempo a establecer una conexión significativa entre ellos, o la da por hecha, o piensa que el espectador a esta altura las construye solo. Si bien la caracterización está lejos de la torpeza de la película anterior (que presentaba cada personaje con una suerte de videoclip enumerando sus principales características), acá Gunn opera de una manera muy frustrante, ofreciendo ramalazos descriptivos como quien tacha víveres en una lista del supermercado. Todo obedece a una lógica del “check”, en el cual lo central es ofrecer algo de la propiedad favorita de los fans a como dé lugar.
Lo peor de todo es que, bajo su postureo de cinismo cool, El escuadrón suicida se piensa a sí misma como una película con “mensaje”. Tal mensaje parece estar orientado a criticar la política exterior de los Estados Unidos y su vieja afición por intervenir en los asuntos de otras naciones. Esta vez, la misión del Escuadrón consiste en colarse en una isla de Sudamérica nombrada Corto Maltés (¿Cuba?) para descubrir un proyecto secreto que involucra una inteligencia extraterrestre: la de Starro, uno de esos monstruos icónicos del universo DC a medio camino entre el terror y el ridículo. En el transcurso de la película, los mercenarios terminarán ayudando a una tropa revolucionaria que encabeza Sol Soria (Alice Braga), para restaurar el noble estado de derecho en la isla y desplazar al gobierno dictatorial. El Escuadrón, inicialmente un grupo de ciudadanos norteamericanos despreciables y despreciados que sólo velan por sus propios intereses, descubrirán la importancia del compromiso político… derrocando un régimen extranjero. Gunn intenta complejizar la cuestión señalando la responsabilidad de los Estados Unidos en todo este asunto: un Estados Unidos hipervigilante, cruel e implacable, cuyos valores se encarnan en Amanda Waller (Viola Davis), creadora de la iniciativa Task Force X. Todo termina bastante ramplón y declamado, en lo que parece ser un tiro por elevación al gobierno de Donald Trump que, al momento en el que la película se estrena, es anacrónico. De alguna manera, The Suicide Squad quiere ser un reverso demócrata de Comando: una película que piensa que tiene que trascenderse a sí misma para decir algo relevante y, cuando consigue articularlo, resulta de una ingenuidad apabullante.
La secuencia inicial (que protagoniza el fantástico Michael Rooker) promete atención a la composición del plano y a los movimientos de cámara, y la estética general apuesta por una textura más áspera que el acabado prístino de la mayoría de las películas de superhéroes. Sin embargo, una de las cosas más sorprendentes de El escuadrón suicida es lo poco atractivo de sus secuencias de acción, la incapacidad de generar tensión, expectativa o emoción con nada de lo que ocurre en pantalla. Esto, en conjunto con escenas de transición donde los personajes van de un lado a otro de la isla, genera una monotonía donde el único incentivo pareciera ser llegar al último acto. Es recién en este punto donde la película consigue fluir y construir una discreta dinámica de grupo entre los personajes, donde expresa (grita) sus temas y consigue algo de todo lo que se propuso hacer.
La única metáfora cinematográfica que El escuadrón suicida consigue trazar es una analogía entre las ratas -fieles compañeras de Ratcacther 2- y propios integrantes del Escuadrón: los descartados, los rechazados, terminan salvando al mundo que los expulsa. Incluso -en un pequeño destello de lucidez- el guion sugiere que Starro, el terrorífico monstruo extraterrestre, es también un descartado al cual le tocó sufrir un destino que no eligió. En esta metáfora está la gran ingenuidad de Gunn, la lucha interna que parece estar librando a lo largo de toda esta película: por un lado, entregar una película en la que acompañemos el triunfo de un grupo de personajes despreciables; por el otro demostrar -bajo la pátina cool del “no me importa nada”- que sus personajes son buenos y es el mundo el que es malo, malo, malo. Lo cual en primer lugar no importaba. El escuadrón suicida es James Gunn cavando su propia tumba: la del director que venía a sacarse las cadenas y termina entregando su película más mojigata. Esto no es Beatles vs. Stones. Y no lo es, porque tanto los Beatles como los Stones sabían una cosa: no siempre podés conseguir lo que querés, o caerle bien a todo el mundo.