El sutil encanto de lo simple
El esgrimista (The Fencer, 2015) es una película que atrapa sin pretensión. Una historia sencilla que a la vez encierra una metáfora compleja: la antigua pelea de David contra Goliat en tiempos del stalinismo de posguerra. El director finlandés Klaus Haro (Cartas al padre Jacob, 2009) demuestra con sutileza cómo contar sin golpes bajos el drama de los estados totalitarios, las persecuciones y el abuso de poder.
La Segunda Guerra mundial ha terminado. Un misterioso hombre sin pasado (interpretado por el estonio Märt Avandi) llega a Haapsalu, un pequeño pueblo de Estonia, país anexionado al gigante socialista de la Unión Soviética. Los camaradas que responden al régimen desconfían de este hombre que dice llamarse Endel y ser profesor de educación física. Endel comienza a dar clases en la escuela del pueblo pero el director (Hendrik Toompere Sr.) comienza a investigar al recién llegado.
El esgrimista está basada en la vida del campeón de esgrima Endel Nelis, un desertor estonio perseguido por el stalinismo. Más allá del dato puntual, la historia atrapa por mostrar con habilidad y suspenso la punta de un iceberg enorme: el despotismo de los estados totalitarios. Endel comienza a dar clases de esgrima a un grupo de alumnos sin ninguna formación, entablando una relación similar a la que tenía Julie Andrews en La novicia rebelde (The sound of music, 1965), con los hijos de la familia Von Trapp. A medida que la enseñanza avanza se va afianzando ese vínculo que los une y paralelamente crece el conflicto: el odio incondicional del director de la escuela, la contraparte de Endel. Este choque de personajes mantendrá la tensión narrativa siempre alta. A mayores avances en la formación de parte de Endel, mayores probabilidades de ser descubierto y atrapado por la temible policía secreta soviética.
La historia va in crescendo hasta llegar a poner al protagonista, esgrimísticamente hablando, entre la espada y la pared: debatirse entre la posibilidad de crecimiento sus alumnos en un torneo de esgrima en Leningrado y la de volver a encontrarse con su pasado y perder su libertad. La sutileza de la trama genera un ambiente de profunda conmoción y lleva a aplaudir el desarrollo de la historia bien contada. Personajes sensibles, elaborados desde la inocencia y actuaciones sobresalientes se deslizan sin fisuras durante los 93 minutos que dura la película.
Lo criticable desde el punto de vista argumental podría ser la repetición de algunos tópicos ya vistos en la pantalla grande, como la relación maestro-alumno estilo Robin Williams en La sociedad de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989) y la impronta de lograr el imposible de Tom Cruise en Jerry Maguire (1996). No es el caso de El esgrimista porque existe una historia potente que aplaca cualquier intento de plagio. Por otro lado, nos recuerda que en el cine ya fue todo dicho, pero la originalidad se basa en una historia bien contada.