Este documental acerca de un pueblo en el que los habitantes resuelven sus problemas de salud mediante curanderos peca de muchos de los vicios del cine condescendiente que se burla de los hábitos de la gente humilde de provincia que acepta ser filmada y luego es ridiculizada por los realizadores. Un documental éticamente reprochable y legalmente complicado.
Este documental es complicado de analizar por varios motivos. Por un lado, desde el punto de vista formal, más allá de algunos planos que presentan el pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires en donde transcurren los hechos y sus actividades, lo que vemos no es más que una larga sucesión de entrevistas a sus habitantes, muchos de ellos practicantes de medicinas no tradicionales (curanderos), con los que el pueblo parece funcionar y subsistir sin casi necesidad de médicos tradicionales. Ellos curan todos esos males tipo empacho, mal de ojo y otros clásicos de la mitología popular.
Lo cual lleva al segundo problema del filme, acaso el más complejo de todos: los habitantes son retratados no en forma cruel pero sí, en muchos casos, entre burlona y condescendiente. La puesta en escena de esas entrevistas, haciendo foco en sus aspectos más curiosos y dejando largos segundos la cámara fija en sus looks algo absurdos y bordeando el ridículo, no hace más que generar risas en la audiencia, que los mira como quien ve unos bichos raros y algo tontos de provincia, no muy distintos a los protagonistas de EL CIUDADANO ILUSTRE.
No hay ese tipo de crueldad aquí con ellos, es cierto –de hecho, varios expresan sus violentos puntos de vista respecto a la homosexualidad y se lo presenta como algo casi simpático–, pero sí una enorme condescendencia, una sensación de superioridad de parte de los directores que se traslada a la audiencia, la que se siente habilitada a reírse de esas personas –gracias a esa especie de ternura malentendida del “miralo al pobrecito”– que abierta y honestamente abrieron las puertas de sus casas para ser escuchadas y no ridiculizadas ni miradas de manera sobradora por quienes ostentan el poder de las cámaras y el montaje. Las decisiones de puesta en escena no mienten (tiempo, distancia, foco, composición, etc): es claro cuando un realizador se regodea en lo absurdo que lucen o actúan sus personajes y cuando decide no hacerlo. Aca sucede la mayoría de las veces.
El tercer problema es específico. La subtrama principal de la película –una que por momentos se siente “actuada”, a la manera de falso documental– se centra en un hombre del otro lado del pueblo que cura ese “espanto” que da título al filme y que nadie en el pueblo puede o sabe cómo curar. El hombre –un señor mayor, desprolijo y algo sucio– lo hace mediante un método que el pueblo no ve con muy buenos ojos y que tiene que ver con el sexo. El personaje es casi siempre visto desde lejos y casi no habla y apenas da a entender cuál es su sistema, aunque lo imaginamos. El problema aquí es, casi, de orden legal: si lo que hace es cierto debería ser denunciado ante las autoridades policiales y no filmado como un personaje raro y curioso de una comunidad. Lo suyo ya no es práctica ilegal de la medicina –no es frotar un sapo ante un dolor de muelas ni “tirar el cuerito”– sino directamente un delito. Y si es falso –realmente espero que lo sea– debería ser aclarado en algún momento y convertirse en una broma más del filme. Lo cual no necesariamente lo mejoraría demasiado pero lo sacaría de esa zona legal un tanto pantanosa.