En el interior de la Argentina existen lugares ocultos, zonas recónditas en las que suceden hechos extraños y en el que la lógica de la urbanidad pareciera no aplicarse. El Dorado es uno de esos lugares y en El Espanto, Martín Benchimol y Pablo Aparo, deciden posar su ojo curioso sobre él.
Adrenalina
¿Qué es lo que pasa en El Dorado? En realidad, pasa poco, o eso es lo que entienden Pablo Aparo y Martín Benchimol. Sin embargo, algo les llama la atención, aunque sea más común de lo que creen/creemos.
En El Dorado la mayoría (por no decir la totalidad) de sus habitantes son “curanderos”, creen y practican distintos métodos de curación que escapan a la medicina tradicional, es más rehúsan de ella, por ser cara, por proporcionar demasiados medicamentos, porque los hospitales quedan demasiado lejos.
Todo puede ser curado mediante estos métodos no convencionales, cada uno sabe curar una cosa distinta (o varias), y jamás compartirían cuál es ese método.
Aún dentro de esa realidad en la que atar una cinta roja a un sapo es válido para que sea curativo, hay un mal que nadie sabe cómo curar… o casi nadie.
El espanto es una “dolencia” que aqueja a algunos habitantes, que se debe, creen, a un hecho fortuito, y que acarrea todo tipo de males que solo tienen un final, la desgracia. No saben cómo curarlo, es un gran misterio, y él único que puede hacerlo utiliza un método tan poco convencional que pareciera producir más rechazo que gratitud. El antídoto que este hombre misterioso tiene contra el espanto es, en realidad, bastante simple, mantener un encuentro sexual con quien padece el mal.
El Espanto parte de un hecho que rápidamente abandona y fugazmente retoma para volver a abandonar. Una ambulancia llega al pueblo para tratar a las víctimas de un accidente, un hecho que preocupa a los pocos habitantes de El Dorado porque nadie sabe muy bien cómo sucedió. La presencia de esa ambulancia, símbolo de la medicina tradicional los incomoda.
Ese punto de partida sirve para una serie de entrevistas símil cabezas parlantes, en las que los habitantes sin demasiada acción cuentan sus vivencias respecto a la curandería, propia y de los demás vecinos. Así, además nos vamos introduciendo en la rutina de ese pueblo. Vale decir que la proximidad de una boda también rondará El Espanto.
Hasta aquí podríamos hablar de un documental curioso, con un extraño dinamismo impreso no tanto por la acción de lo que se ve (repetimos, la gran mayoría son entrevistas a cámara frente a un interlocutor mudo e invisible) como por el ritmo del montaje y un uso inteligente de la fotografía con precisión en los encuadres y un juego de luces para que haya un segundo lenguaje desde lo visual. Existe un halo de misterio, que se acrecienta cuando hablan del accidente, y cierto magnetismo que despiertan los propios pobladores que logra nunca hacer decaer el interés.
Sin embargo, la utilización del tono general de El Espanto puede jugarle en contra. Pareciera existir una “modalidad” dentro del género documental que consiste en mirar con supuesta superioridad al entrevistado u objeto de análisis, un método que en los últimos años pareciera ir en sospechoso aumento.
Desde los dos documentales dirigidos por Pablo Racioppi y Carolina Azzi El Olimpo Vacío y El Diálogo, a la muy reciente Todo sobre el asado de Gastón Duprat y Mariano Cohn ( o Yo, Presidente de los mismos), hasta la ópera prima de los propios Benchimol y Aparo, La Gente del Río; todos recurrieron a una mirada socarrona, casi burlona, y de superioridad desde el ojo detrás de cámara para las personas que se ubican delante de ella, o las personas de las cuales toman como centro de debate. En uno u otro caso, la no complicidad para con la persona tomada en solfa no les estaría otorgando un derecho a réplica.
Pareciera ser todo válido en ese propósito de mostrar “lo ridículo”. Se sabe, el corte final lo tienen el montajista y los directores, ellos son los que eligen qué mostrar y qué no, cuando cortar y cuándo seguir. Como en los otros ejemplos, en El Espantose hace uso de respuestas de las que nunca escuchamos la pregunta, de dejar la cámara encendida más tiempo del debido/necesario, de hacer énfasis en cuestiones que, desde la “creída” mirada urbana (el destinatario obvio del film), van a sonar graciosas, aunque sea por la falta de cotidianeidad.
Los habitantes de El Dorado se muestran sueltos y se ríen, hablan sin tapujos; pero creen en lo que dicen, no hay dudas en ellos, no así con la mirada que opta el film, más aún cuando hable precisamente del espanto. Más de una vez ellos parecieran ser objeto de algo que no saben muy bien qué destino tendrán. No necesitan una misericordiosa, pero tampoco una cargada de altanería.
Conclusión
El Espanto tiene los suficientes méritos para presentar un documental atractivo sobre las vivencias de un pueblo chico con costumbres más común de lo que creemos, aun así, llamativas. Un correcto apartado técnico, el ritmo del misterio y el carisma de los entrevistados podrían haberlo apuntalado como una gran propuesta. La mirada totalmente subjetiva y el tono que no hace participativo precisamente a sus participantes, terminan por lograr un promedio hacia abajo.