Alguna vez estuve en un remate y me encontré con personajes extraños, algunos encantadores, otros despreciables. Un triste circo del consumo que, según lo que ofrezca, acerca coleccionistas y comerciantes que parecen salidos de otro tiempo. Pero no sólo de remates para acumuladores con guita y revendedores se nutre el mercado. El Estado de las Cosas se mete en el mundo subterráneo de los remates de poca monta. El eje del documental es una casa de remates de todo tipo de objetos -desde utensilios de cocina a espejos a cachivaches varios- en el barrio de Flores.
No trata sobre el consumo, no trata sobre el valor emocional de los objetos, ni siquiera trata sobre la vida de un rematador al que el martillito le dispara más adrenalina que un auto de Fórmula 1 a 300 kilómetros por hora. El Estado del Cosas simplemente revolotea superficialmente todos esos temas sin detenerse en ninguno, y esa superficialidad deja al espectador frente a las imágenes con la misma sensación de apatía que parecen tener los realizadores.
Lo más interesante del documental se encuentra en hacer visible ese submundo de los remates de los pobres, porque acá no hay obras de arte valiosas ni antigüedades finas, acá hay un muñeco de Papá Noel y unos vasos roñosos, pero al no haber crítica ni plantear interrogantes sobre el universo de los desplazados del consumo, todo se reduce a la fascinación pequeño burguesa de los directores que ven atractivo como la working class tironea por una silla rota; un atractivo análogo al que siente el gringo en su turismo de la pobreza cuando recorre los barrios devastados económicamente con espíritu seudo antropológico.
Tampoco logra profundidad cuando habla del valor emocional de los objetos o su fetichización; en cine generalmente no alcanza con fijar una cámara y poner a alguien a parlotear atrás de un escritorio. Esa confianza en unos personajes que no generan nada y aportan poco diluye el descubrimiento de un universo poco visto en el cine. Ante originalidad vacía, es preferible profundidad conocida.