En el laberinto de espejos
Este film ultraindependiente inventa una ética y estética a las que podría definirse como “realismo idealista”. El protagonista es un muchacho del interior que perderá la inocencia al ingresar en un sistema, el de la política universitaria, que excede su propia ambición.
Suele suceder que en el Bafici surja una película argentina que establece un nuevo paradigma, dicho esto tanto en términos de calidad como de enfoque, de concepción y modo de producción. Ocurrió en su momento con Mundo grúa y más recientemente con Historias extraordinarias. Pasó en la edición 2010, aunque tal vez de modo más secreto, con Los labios. En la última edición del festival porteño la película-hito fue, sin duda, El estudiante, que terminó ganando tres premios, entre ellos el Especial del Jurado, galardón que repetiría más tarde en Locarno. Se trata de la ópera prima en solitario de Santiago Mitre, quien en 2004 había coescrito y codirigido el film grupal El amor (primera parte), tras lo cual coescribió también para Pablo Trapero los guiones de Leonera y Carancho. Hay algo de la primera de ellas en El estudiante –ciertas técnicas de distanciamiento, sobre todo–, pero más de las otras dos, en tanto el film de Mitre representa, como ellas, una inmersión a fondo en un mundo con reglas propias.
Producida en forma ultraindependiente (con aporte de las productoras de Pablo Trapero y Mariano Llinás) y filmada en HD digital, El estudiante investiga un mundo que no es el de la prisión o la accidentología lucrativa, sino uno que el cine argentino no abordaba plenamente desde Dar la cara (1962): el de la política universitaria. Tal vez también, por metonimia, el de la política nacional en su conjunto. Imponiendo un sobrio clasicismo ya desde el diseño y tipo de letra de los títulos, El estudiante es un relato de formación en el que el formado es tanto el protagonista como el espectador. Como el Zapa en El bonaerense –otra película con la que no faltan puntos de contacto–, Roque Espinosa (Esteban Lamothe, en actuación definitivamente consagratoria) es un muchacho del interior que perderá la inocencia al ingresar en un sistema que excede su propia ambición. Que no es escasa, por cierto. Como Ilich Ramírez Sánchez en Carlos, el ascenso de Roque Espinosa en el mundo de la política estudiantil parecería ir en paralelo con su magnetismo para con el sexo opuesto. No terminó la secuencia de créditos que el muchacho se está curtiendo ya, en su piecita de pensión, a Valeria (Valeria Correa), compañera de facultad, de allí en más rara combinación de noviecita tolerante, compañera de asados, amante matutina y locadora.
Ejemplar en su concisión, edición (gentileza de Delfina Castagnino, realizadora de la reciente Lo que más quiero) y fluido manejo de los saltos temporales, a El estudiante le bastan unos pocos minutos para narrar la llegada del protagonista a la ciudad, su primer ingreso a la jungla de carteles, pancartas y pintadas de Sociales, su tímido asomarse al aula, su participación algo cohibida en las primeras discusiones políticas, su debut sexual porteño. Narrada como una subjetiva, ese punto de vista será la palanca narrativa del relato. Pero se trata de una subjetiva distanciada, que tanto se contagia de las maneras del héroe como se corre un paso para verlo en contexto. Que el contexto importa, que lo real también, lo indica el tiempo invertido por Mitre y sus asistentes en investigar la interna universitaria, así como el carácter documental con que registra reuniones, discusiones y asambleas, desde la entrada de Marcelo T. de Alvear al 2200 y a través del laberinto de pasillos, escaleras y vericuetos. Laberinto que, como se verá, no es solo espacial.
Hay un grado de concentración, de intensidad y determinación analítica en ese modo de ver y de filmar que se corresponden con los del protagonista. La mirada de Roque y, en ocasiones, su modo de acechar al adversario, delatan al cazador. Aunque nunca antes haya militado, se aprecia que Roque es un animal político, tanto por la velocidad con que se integra a una agrupación (la ficcional Brecha) como en su capacidad para pensar en términos pragmáticos. En su primera acción “de guerra”, apela a la misma táctica que Sam Spade en Cosecha roja, cortando de un solo tajo lo que para sus compañeros más experimentados era un nudo gordiano. Pero en esa jungla hay un cazador más curtido, Acevedo (Ricardo Félix, actor de teatro, tan notable como el resto del elenco), capaz de reconocer en él la clase de animal que es. Y de domesticarlo, claro. Referente de Brecha en el olimpo de la alta política universitaria, Acevedo será pieza clave dentro de la red de intereses, eventualmente despiadada, que la elección de nuevo rector de la UBA intrinca aceleradamente.
En medio de esa red asoma la sensible e inteligente Paula (Romina Paula, puro magnetismo), profesora y militante sobre la que Roque apunta su ojo de predador, y que quizá represente el centro moral de la película. El estudiante no comete el error de querer “copiar” la realidad, esa corta ambición costumbrista. Hace algo infinitamente superior: la recrea, la deforma, la reconstruye mediante un elaborado laberinto de alusiones. Laberinto de espejos: espejismo de ser y no ser lo que se refleja. Los otros palitos que la muy lúcida ópera prima de Santiago Mitre no se permite pisar son los que suelen minar el cine político: la denuncia moral formulada desde un lugar de falsa superioridad, el escepticismo descomprometido, el cómodo cinismo. Resuelta a mirar con los propios ojos, El estudiante inventa quizás una ética y estética a las que podría definirse como “realismo idealista”. Tal vez suene a oxímoron: es lo que sucede con todo nuevo paradigma.