Clasicista y combativa.
Breve repaso (efímero) de un cine inasible.
Si hay algo que realmente caracteriza al cine nacional de los últimos quince o veinte años es que siempre parece estar empezando de nuevo, renaciendo, marcando un nuevo territorio a seguir. Algunos realizadores continúan ese nuevo camino, potenciándolo o ennobleciéndolo, y otros no: van hacia nuevas direcciones, descubriendo más posibilidades. Así, los territorios retransitados y/o descubiertos se multiplican y bifurcan, expandiendo las fronteras de nuestro cine hacia límites que hasta ayer apenas parecían impensados. Esta expansión permanente conlleva muchas veces a una indefinición constante, que ni siquiera le da tiempo a la crítica de etiquetarla, de ponerla en palabras, que ya aparece otra película y replantea todo otra vez.
Y un cine que obliga a sus escribas y estudiosos a esforzarse por seguirlo de atrás e intentar detenerlo en el tiempo (es decir, ensayar una instantánea antagónica al cine, que es puro movimiento); un cine que escapa a los encasillamientos fáciles, o que como mínimo los replantea o pone en crisis en un período de pocos meses; un cine así es el mejor cine posible.
Porque es un cine vivo, orgánico, que no se deja atrapar por rótulos o academicismos (incluso de los más lúcidos). Un cine así pide, ante todo, ser disfrutado sin más (lo cual no excluye la reflexión), por el espectador y por el crítico-espectador, y sólo el tiempo lo pondrá en su correcta perspectiva. Pero ante todo, es un cine que hace rato prohíbe, clausura eso de que “el cine argentino es todo igual”. Y no, no lo es: este mismo cine del que no paro de hablar -e intento, también en vano, poner en palabras- es el que ha propiciado, por un lado, películas como Pizza, Birra, Faso, Mundo Grúa, La Ciénaga, Los Rubios, pero también y sobre todo, el que ha tenido el valor de codearse con el género o con eso que ha dado de llamarse industria (Un Oso Rojo, Nueve Reinas, El Aura, Los Paranoicos, Leonera, Carancho, Rompecabezas) sin perder una pizca de pureza o “autorismo”, sin renunciar a una sabiduría cinematográfica propia o heredada. Es, también, el que ha parido a esa maravillosa Babel llamada Historias Extraordinarias. Y me detengo en Llinás porque su película no sólo parece contener el mundo entero, sino también todo este cine antes mencionado; y que a base de cientos de historias, de sucesos, de canciones cursis de los ochenta o de una voz en off casi “prohibida”, ha confrontado o puesto en una sana tensión a cada una de esas obras. Y sin embargo ahí está, formando parte de la cima: es el gol de Maradona contra los ingleses del bien o mal llamado -Llinás nos deja la pregunta- Nuevo Cine Argentino. Un cine que, lejos de ser contradictorio, es tan fértil que simplemente genera nuevas especies antes que el zoólogo de turno alcance a ponerles un rótulo.
Tanto el nombre de Llinás como el de Trapero (colaboradores ambos en la génesis y materialización de l film) tienen mucho que ver con El Estudiante, esta nueva encrucijada, esta última película-paradigma, y ese dato nos ayuda (apenas) a entenderla un poco mejor. La película de Santiago Mitre ya pertenece a este selecto y heterogéneo grupo antes mencionado, incorporando algunos de sus rasgos, desechando sabiamente otros y señalando, otra vez, un nuevo horizonte en el cine nacional.
Cine presente.
¿Cuál es entonces la novedad, la última audacia de El Estudiante? Sin lugar a dudas, su temática, pero sobre todo su manera de afrontarla. En ella se trata la política, más precisamente la política nacional, y más aún la política universitaria. Un desafío enorme.
El cine argentino más valioso, al menos en su veta ficcional, es un cine que cuando ha hablado de política lo ha hecho generalmente en pasado (más allá de que ese pasado reverbere en el presente, como casi siempre sucede), con escasos resultados felices; y si lo ha hecho en presente ha sido de manera lateral, sea ésta implícita o alegórica. En un acto de mayor compromiso, El Estudiante va derecho a los bifes, no sólo en presente puro sino que se mete (nos mete), aunque más no sea a través de la ficción, en el ámbito de la militancia universitaria, precisamente en el “nido” de la política, o de una(s) manera(s) de hacer política, revelando sus virtudes y miserias. Un nido de halcones y palomas pasolinianas, o, si se quiere ser menos rebuscado, de halcones y palomas de vestuario futbolero. Se trata de un cine presente, con una enorme –tal es su mecanismo narrativo- proyección hacia el futuro, una decisión que sólo puede venir acompañada de un coraje autoconciente igualmente enorme. Es, políticamente, un cine que no mira de reojo, sino de frente, que se involucra (y nos involucra) apasionadamente con su tema. Y que como país, parafraseando a Daney, nos mira.
Lo primero que llama la atención de la ópera prima de Mitre es la cantidad de fantochadas en las que podría haber incurrido y que evita con una inteligencia notoria: personajes estereotipados, una visión de la militancia naif y panfletaria, o una concepción de la política unívoca, maniquea y dogmática. En suma, lo que habría sido una película decrépita, discursivamente débil, que hubiera tambaleado o envejecido aún más ante el mínimo avatar político. Según palabras del propio director, durante el rodaje se produjeron tanto el asesinato de Mariano Ferreyra como la muerte de Kirchner, y el film, ya encaminado, no sufrió cambios demasiado significativos, excepto en algunas (sabias) decisiones de puesta en escena que la dotan de un mayor realismo. Moraleja: El Estudiante ya estaba preparada de fábrica no sólo para enfrentarse con la ideología de cualquier espectador, sino también para afrontar la coyuntura sin tener que cambiar la esencia de su estrategia narrativa. Eso es lo que se dice tener espaldas, aunque otros anatomistas, más vulgares, prefieran llamarlo “cintura política”.
La osadía del film se acentúa -imposible no destacarlo- por el momento en que llega, del que no hace falta decir mucho, sino tan sólo hacer un rápido zapping para comprobar la ya alarmante similitud entre los programas de chimentos y los “serios” programas políticos; la tinellización de la política. Pero, lo más grave, un momento de violencia y odio polarizados nunca antes visto en la última democracia, por más esquizofrénica que ésta sea. Es una osadía que recuerda, ya que hablamos del reciente cine argentino, a otro corajudo, Enrique Piñeyro. Aunque El Estudiante no es, y esta vez se agradece, un film de denuncia.
Juegos de poder.
Santiago Mitre no subestima ni sobrestima al espectador. Sabe que éste está inundado de política, que “conoce”, pero se acerca a él sin vueltas ni snobismos, sin pedantería o sofisticación, pero también sin subrayados o “mensajes” innecesarios. Entiende que -como la política-, su película debe estar al alcance de todos, o al menos no dejar a nadie afuera. Por eso su lógica narrativa no es la de la denuncia ni la mera observación distante, sino la de la fábula de neto corte clasicista, y nos sumerge con pasión y admirable realismo en un ámbito que (quizás) desconocemos, pero del cual nos apropiamos al instante. Por eso hay actos bien marcados, un “viaje” de aprendizaje, subtramas pertinentes, giros verosímiles, y un final bien clásico con un sentido fuerte y claro. Y por eso hay un personaje central que no es alguien, como en tanto cine nacional, “al que las cosas le suceden”, sino que -como la película misma- sale a buscarlas, hace, acciona.
Ah, la “sinopsis”. El estudiante en cuestión es Roque (interpretado por el excelente Esteban Lamothe, un actor que con un solo monólogo de Lo que más Quiero de Delfina Castagnino ya era la revelación del Bafici 2010), un chico del interior que ingresa a estudiar a la UBA, pero que de repente se ve inmerso más y más en la vida política de la Universidad, participando activa y exitosamente en una de sus agrupaciones. Punto. ¿Punto? No, claro que no, porque en El Estudiante todo esto sucede en unos 20 o 30 minutos, y durante su hora y media restante la película despliega vertiginosa pero pacientemente (paradoja posible), a pura seducción, su entramado de alianzas, traiciones, amiguismos, transas y discusiones para llevarnos de la mano, inexorablemente (y esto es vital) hacia un final del que no se puede decir una sola palabra, literalmente hablando.
Como sostiene mi amigo y ahora colega José Luis de Lorenzo, la historia presenta más de un punto en común con la imperdible (y no estrenada, para variar) Un Profeta, de Jacques Audiard, y concuerdo plenamente: hay un héroe (o antihéroe) que pasa muy rápidamente de la observación pasiva a la acción, y que va consiguiendo un poder -es decir, respeto- que tiene mucho de instinto de supervivencia (en la cárcel o en la universidad, lo mismo da); que aprende reglas y ejecuta; que tiene suerte, y que poco a poco va conquistando ese poder, entre otras cosas gracias a un carisma poco común. De hecho, la manera en que Roque va obteniendo ese poder es casi la misma que la de Malik en su cárcel parisina: haciendo alianzas, negociando, aguantando, mostrando la carta justa; es decir, haciendo política. En ambas, además, hay algo clave: se trata de un micromundo (el delito carcelario, la política universitaria) con una conexión real, tangible con el afuera, con el exterior: en la francesa es el crimen organizado; en la argentina, la política estatal, la dirigencia de Primera A. Me reservo, para evitar el spoiler, otras similitudes que tienen que ver con lo que ambos personajes van descubriendo y con la resolución del argumento.
Pero en El Estudiante, además (y porque esto no es una cárcel masculina), hay una historia de amor (o dos, o tres). Una que no es esquemática, ni gratuita, ni “demasiado guionada”, y que conduce a la acción de manera sólida y genuina. Una que motiva, influye y hasta confronta con el otro amor, que es el amor por el poder. En este cruce, en sus pliegues sabiamente construidos, se encuentra el tramado más inteligente de la película, y el que dará lugar a un final memorable, uno en el que una sola palabra (e imagen) alcanzará para decir miles. En suma, clasicismo puro.
De hecho, en la película hay tanta adrenalina fílmica como en esas primeras entregas de superhéroes, donde asistimos a la “transformación” del personaje como tal y gozamos a la par con su nuevo poder. (O, si se quiere, con el Scorsese más gansteril). La música, trepidante y casi épica, refuerza esa sensación. Y es que, sin pretender sonar naif, algo de eso hay: existen pocos campos del “mundo real” tan comparables a dicho universo mítico como el de la política: en esencia, la posibilidad de convertirse, a través del poder, en héroe o en villano para las masas. Porque poder, repito, es la palabra clave. En El Estudiante todos están en su busca, y la diferencia radica, como siempre, en cuánto (o qué) están dispuestos a pagar por éste. Lo que no sabemos es si Roque nació para tener y detentar ese poder, si es su don innato, o si simplemente se va contagiando de ese juego materializado en una chica preciosa, comprometida y valiente.
Un acto de fe.
Admito cierto rechazo por muchas de las películas realizadas con “apoyo” del INCAA, pero también por varias que no lo reciben, por lo que no me parece pertinente evaluar a unas y otras con este aspecto en relieve. Sin embargo, este dato toma una relevancia inusitada en un film como el de Mitre: como leí por ahí y me hago eco, el hecho no buscar ni recibir este apoyo es un acto político en sí mismo que no puede ser desdeñado y que va a la par de la ética de la película (y también, por qué no, de su estética: sólo basta recordar esos pasillos marmolados, impolutos del colegio de La Mirada Invisible, una película que representa lo peor de un cine arcaico, pétreo, incapaz de mover una mueca de la cara, para entender la diferencia).
Si jugamos a comparar el film con su tema, y a su difusión con una “campaña política”, debido a esta apuesta El Estudiante (al igual que Los Labios, otra película imprescindible y honesta que ayuda a entender mejor un país y una época, lejos de cualquier partidismo) no tendrá afiches por todos lados, ni spots televisivos, ni presencia mediática desmesurada, ni mucho menos va a ser parte importante de la “agenda cultural”. Esta película tan necesaria como pequeña no será estrenada en un shopping, y casi es justo que así sea (estoy siendo cínico, ya que sus realizadores merecen que sea vista en todas partes): lo hará en dos espacios siempre resistentes -Malba y Lugones-, y lo hará a espaldas (y esto que quede claro: no por sí misma o por su postura, sino porque quienes debieron apoyarla y difundirla siguen mirando para el lado opuesto). Una película que habrá que salir a buscar a lugares donde no venden pochocho, lo cual es casi una justicia poética. Una que responde a la cuestión política primigenia -“Algo hay que hacer”- con un acto en sí mismo (el de su logro quijotesco) y extiende al espectador, en su excitación e integridad, una invitación a hacer lo mismo, aunque más no sea acercarse a una sala de cine a ver una película, reflexionarla y debatirla.
El contagio y entusiasmo que causa El Estudiante es tal que vuelve casi imposible no adoptar el tono autobiográfico. Por eso, me permito decir que todo lo anterior fue escrito por alguien que no cree que las cosas “vayan a cambiar demasiado”. Por alguien desencantado (o peor, que prefiere esconderse en la indiferencia) que no les cree a sus allegados oficialistas, a sus amigos opositores, y menos que menos a los medios con idénticas tendencias (es decir, tendenciosos). Por eso, y espero equivocarme feo, feísimo, tampoco creo que mucha gente vea esta película, ni que genere el debate que merece. Pero sí creo en el cine, y más que nada le creo a El Estudiante. Y que un cine así, y una película así sean realizados en nuestro país, me (re)habilita a creer que no todo está perdido.
Hay un presente grandioso en el cine argentino, y un futuro más que promisorio. Un cine que crece, que es inclusivo, generoso, lúcido, y que puede ser popular, mientras su país de origen parece hundirse cada vez más en los antónimos exactos de estos adjetivos. Un cine (y un público) de estas características merece tener un país mejor. Con obras (con actos) como El Estudiante quizás pueda lograrlo.