El primer plano de Breve historia del planeta verde muestra a Tania (una transexual regordeta, pero eso lo sabremos luego: acá se muestra solo a una mujer y eso es importante), durmiendo con una máscara de descanso en su cara, que tiene los ojos del ET de Spielberg. Esto puede ser leído como una simple y querible cita, pero también –al igual que todo buen cine narrativo- como una suerte de síntesis de lo que vamos a presenciar: donde nosotros vemos un simpático alienígena (y una película que marcó nuestras infancias y probablemente la de Loza también), Tania ve oscuridad; o mejor dicho, puede decirse que no ve nada. Este reverso de la mirada se perpetúa a lo largo del film, en un riesgo poco común dentro del género: el espectador mira a ese alien violeta y cuasi cartoon de manera asombrada o se ríe con él, pero absolutamente todos los personajes de la película (incluso una médica que aparece sobre el final y vendría a representar a la “ciencia”) se lo toman como la mayor naturalidad del mundo. Es también una postura asumida: donde esperamos ver “una con un marciano” y sus devenires espectaculares y asombrosos, tanto para los personajes como para el mismo Loza nada de esto es motivo de perplejidad porque la cosa pasa por otro lado. BHDPV no es (la brillante) Paul de Mottola, pero se acerca a sus terrenos al tratarse de un grupo de amigos outsiders donde el encuentro con el (otro) alien sirve más para salvarse a ellos mismos que a la criatura. Así las cosas, BHDPV es dramedy, es ciencia ficción, es road movie, es aventura, pero por sobre todas las cosas es un pequeño cuento (como anticipa su título), amable y asordinado, que jamás subraya la transparencia de su fábula simple y universal, sobre esas heridas que es necesario sanar. No importa si es a causa de un pequeño alienígina, pero sí que sea con esos amigos que nos bancan en todas. Uno de los mayores placeres del BAFICI es algo que uno sueña cada vez que ve una película estupenda o espantosa: acercarse al director de la misma y felicitarlo o insultarlo, dependiendo del caso. Yo me lo crucé a Loza y lo felicité, claro, pero le dije lo que acá repito: no entendí por qué el público de reía tanto, si a mí me había producido una tristeza enorme. “Es lo que vos sientas”, me dijo, y no solo no quiero contradecirlo sino que concuerdo. Un cineasta y dramaturgo tan respetado como Loza se ha volcado al género y al fantástico en particular, sin por eso resignar un ápice tanto sus virtudes como sus ideas. Es una película alien para un cine nacional que a veces parece tener los pies demasiado pegados a la tierra. Ojalá sirva de ejemplo para nuestros cineastas (célebres o novatos, viejos y jóvenes) para filmar lo que en el fondo siempre quisieron contar –o el cine que los impulsó a filmar-, y ojalá llegue el día de que nosotros también dejemos de mirar estas excepciones con asombro desmedido, habiéndonos acostumbrado al riesgo.
Sin novedad en el frente. Luego de unos Oscar teñidos de una corrección política asquerosa, era menester una buena dosis de indecencia que nos sacudiera la modorra, o como mínimo la monotonía. Que al fin y al cabo esto es arte y entretenimiento y no los Nobel de la Paz, vamos. Tropa de Héroes se postulaba óptima: apenas acaecido el 11/9, un batallón de soldados superpatriotas parte para Afganistán con ánimo de reventarlo todo. O sea, una de Liam Neeson enojado pero por docena, con venganza a la carta y un poco de acción en plan fascistoide. No hablamos ya de una Los Indestructibles –cuya felicidad réproba es innegable–, pero quién sabe. Sin embargo, la película arruina toda esperanza con dos pecados mortales en un soldado o un pelotón: la cobardía y la indecisión. Si bien el film establece desde el vamos su no disimulado belicismo, no asume jamás los riesgos de su apuesta, de entretener aunque sea durante dos horas suspendiendo la moralidad del espectador. Lo que la convierte aún más en belicista, o en belicista y nada más.En una escena inicial hay toda una declaración de principios: el personaje de Michael Peña se despide de la mujer y quiere coger porque “tiene dos horas” (vaya comienzo hubiera sido), a lo que esta le responde que vaya a pasar tiempo con los hijos, que es más importante. Ni siquiera un rapidito prehorror, nada. Así se nos deja entrever, una vez más, que adentro de USA lo más importante sigue siendo la familia; afuera que hagan lo que quieran, incluso matar a otras. O, como es este caso, matar de tedio al espectador. Entonces el director va bajando muñecos a mansalva, pero procurando tachar todos los ítems del manual bienpensante: está el nene afgano oprimido que es “adoptado” por un soldado y que come golosinas occidentales, las mujeres fusiladas por pretender estudiar o el líder militar rebelde que simpatiza con los yanquis y extraña la “libertad”. Lo que presenciamos es a doce actores que tienen que ir a masacrar a todo el mundo con una enorme convicción –que mucho no se entiende–, pero con extrema delicadeza, sin dudas ni desatinos. Lo que vemos, pues, es un guion. Uno donde además hay conciencia actual: la furia se sobreactúa con cautela y con el diario del 2018, derechos humanos posAbu Ghraib mediante. Es, volviendo al Oscar, como ese segmento totalmente gratuito donde, luego de celebrar una minoría tras otra, se homenajeó a los buenos y patriotas soldados que siguen en Medio Oriente eliminando minorías. Alguien dirá, con cierta razón, que el mentado “basado en hechos reales” los acercaba a la Historia reciente, aún álgida, impidiéndoles grandes piruetas. Pero hay otra cuestión. La Segunda Guerra (y para atrás, claro) invita a gestas más heroicas, además de contener historias realmente fascinantes de ambos bandos. Invasiones menos solapadas (o menos “justas”, al menos en el imaginario) como Vietnam, Irak o Afganistán no pueden abstraerse del tamiz geopolítico y mucho menos de la información real time –con o sin filtros– que desnudan las violaciones a los DDHH. Acercarse al divertimento las ubicaría en terreno más “peligroso” que La Vida es Bella. En especial porque se trata de guerras mucho más cobardes, drones y GPS mediante. Esto atenta no solo contra el arte de la guerra, sino también contra el arte del cine bélico contemporáneo todo (o, como mínimo, el que pretende glorificarlas): que las mayores escenas de acción de Tropa de Héroes se basen en que el pelotón pase numeritos para que un B-52 arrase el lugar a bombazos, por más que sea verídico, resulta una nadería anti cinematográfica. Todo esto es cierto en teoría, pero en la práctica de la ficción está repleto de excepciones: se llaman obras maestras. Una de ellas es Tres Reyes (de 1999, dirigida por el hoy rehén de la industria David O. Russell), una de las mejores aventuras y comedias bélicas de la historia, que transcurre en la entonces reciente y real Guerra del Golfo, y parte de dicho conflicto como marco para desplegar una epopeya mínima con peripecias inolvidables, pero profundamente humana y con la confusión necesaria (ese sello del buen cine bélico) para posibilitar cierto afecto hacia el ¿enemigo? Una que, en épocas preGoogle, de tan improbable aún nos hacía dudar de su ficción. Incorrección política de la vieja escuela, que le dicen, con ciertas notas del John Huston más festivo y agudo a la vez. Pero las reglas del juego cambiaron en 2001, y los riesgos también.O los resultados.Hete aquí que el libro en el que se basa se esta película se llama Horse Soldiers, que no sólo era más lindo sino menos ambicioso: el “12” del título en inglés, 12 Strong, pretende emparentarla con los fabulosos Doce del Patíbulo, una de esas aventuras bélicas que ya no se hacen. O que, bueno, no se hacen desde Tres Reyes. Por eso Tropa de Héroes es un híbrido: no se anima al testimonial estricto pero se inclina, con desgano, por la mentada aventura, donde paradójicamente encuentra su mayor libertad y sus mejores momentos, e incluso un bienvenido humor. Lo mejor de este popurrí (o indecisión ética y estética) coquetea con Rambo III: hay cargas de caballería contra tanques, hay un talibán malo y vestido de negro al que muestran cinco o seis veces casi en el mismo plano poniendo la misma cara de villano, y así. Lo que falta es aquella pasión. Por eso la cosa es más bien Team América: World Police, pero en serio y, por supuesto, muchísimo más aburrida. Lo que no es, y bajo ninguna circunstancia, es un western solo porque tiene caballos, así como Caballo de Guerra no es un western y sí una película bélica enorme a la que esta no le llega ni a las herraduras. La otra mitad de la pizza, pues, siempre dentro del género bélico, que también se intenta pero tampoco sale, es el clásico docudrama coral basado en real facts de un anónimo y patriota grupo de amigos que deben cumplir con su deber. Conocemos a un par de ellos y a sus familias como para que nos importe más su sacrificio, acto seguido se juntan y parten a la misión cual púberes a punto de hacer su viaje de egresados y nosotros rezamos porque todos vuelvan sanos. Pero claro, no es el qué lo que interesa aquí, sino el cómo: en poco tiempo se estrena la hermosa Only the Brave (que es de bomberos, pero bélica), que cumple con todas las coordenadas antedichas y es un film notable, de gran carga emotiva y encanto cinematográfico. Ver para comparar y quedará más claro que cualquier explicación. Por último (pero también en consecuencia), Hemsworth representa al capitán menos carismático de la historia. De hecho hay un bienvenido chiste con eso, y es cuando el jefe afgano aliado le dice que no tiene los “killer eyes” que se necesitan. El chiste se remata con el actor poniendo esa expresión en una escena posterior, pero en serio… y ahí termina todo. La facha no lo ayuda al pobre australiano, pero es en estos casos donde se puede medir, cual boyas fílmicas, el guion o dirección: como Thor ha sabido adaptarse a las necesidades de la dirección creativa de Marvel, pudiendo ser épico (en la primera) y absolutamente cómico (la tercera), sin perder en el camino la identidad de un superhéroe icónico. En En el Corazón del Mar, aun pretendiendo ser Russell Crowe –ese master and commander de la épica moderna– sin serlo, se mostró capaz de llevar un film de esas características con dignidad. No es el único del cast que avala la teoría del caos: Shannon está insólitamente anodino, y Michael Peña –ese salvapelículas–, apagado y errático. El mejor es el ignoto warlord afgano, no por ser más actor, sino porque le han destinado las mejores líneas y arco dramático, lo cual certifica la indecisión de tono y enfoque antes mencionados. La película de Fuglsig es talibán, en el sentido de su absoluta falta de libertinaje. El jefe afgano Dostum recuerda, nostálgicamente, y para quedar bien con la Academia, que los talibanes les prohibieron, entre otras cosas, los films foráneos. Al salir de Tropa de Héroes, uno no puede evitar pensar que no se trató necesariamente de un castigo.
El género os hará libres “En una época en la que el fútbol atravesaba uno de los momentos más oscuros de su historia, era común encontrar mercenarios dedicados a la compra y venta de niños, que se comerciaban como esclavos a ligas profesionales de las grandes ciudades, dejando el fútbol de los pequeños países a merced de especuladores y oportunistas. En Betania las autoridades ejercían una tiranía futbolística, prohibiendo el fútbol espontáneo e imponiendo la obediencia sistematizada en el juego. Pero un grupo de rebeldes resistía en la clandestinidad entrenando un fútbol libre, con la esperanza de enfrentarlos en el gran partido de Pascuas”. Éstas son las leyendas que abren El Hijo de Dios (2016). Si cambiáramos “fútbol” por “cine”, “niños” por “películas”, “ligas” por “festivales”, “Betania” por “Argentina” y a los “rebeldes” por jóvenes cineastas, tranquilamente podríamos obtener una idea más cabal de su apuesta, de sus logros y también de esa libertad, trocando el partido de Pascuas por liberar al espectador local del tedio y los prejuicios acerca de qué filmamos. Y entonces, quizás, más que una fábula bíblica, estaríamos habilitados a encontrarnos con otra que apunta al estado del cine nacional. Si bien para muchos la libertad cinematográfica se encuentra emparentada con el cine “independiente” (cada día con más comillas), los autores o el cine experimental, algo que puede compartirse en ciertos puntos obvios, es un hecho que hasta esto mismo –festivales y críticos mediante- se ha sistematizado y “profesionalizado” a tal extremo, dormido en los laureles de los galardones que se estampan en los afiches, que la verdadera libertad, una casi primigenia, puede encontrarse hoy en el género (y esto incluye a grandes autores, claro). La profundidad mal entendida, la contemplación vacía, la solemnidad, la búsqueda del “retrato” y, sobre todo, la politización localista vacua y forzada (que en muchísimos casos conducen al miserabilismo for export), se han vuelto casi la fórmula de hoy, el terreno anquilosado -e incluso obligado- de especuladores y obedientes, del cual pocos logran escapar. En una gigantesca paradoja, y al menos en el ámbito local, hoy el riesgo mayor, la apuesta para directores debutantes suele encontrarse en el género… ni más ni menos que ese “sistema” de fórmulas y códigos que casi siempre es “globalizado”, pero que sentido y logrado con nobleza nos puede seguir resultando encantador. Y más aún: sorprendente. Como en el fútbol (aun con sus reglas, sistemas o tácticas), el género nos permite jugar, con él mismo y para la hinchada. Y jugar lindo, sabiendo que se está jugando. Ese género puede ser de pura raza o un callejero multigénero -esa cruza tan querible-, que es la que elige El Hijo de Dios para su apuesta y para una búsqueda mayor de libertad, subiendo la vara de ese riesgo al anotar triple punto género (western, deportivo, bíblico, como indica en su mismísimo slogan), liberando entre sus pliegues y peripecias a la fábula, la comedia y el suspenso (mucho y bien logrado), sin resignar una crítica al sistema y al estado de las cosas (en este caso, a través de ese prisma que es el fútbol), pero sin pretenciosidad, sino con una autoconciencia lúdica y honesta, haciendo jueguito con las etiquetas. Como en toda película-juego, las influencias, citas u homenajes son diversas y (tras)lúcidas, no exclusivas para el crítico o cinéfilo avezado. El relato nos conduce inevitablemente a Fontanarrosa y Dolina, entre otros. Cinematográficamente recuerda con agrado a Leone, Robert Rodríguez, Javier Fesser y sobre todo al gran Stephen Chow, especialmente a su gran Shaolin Soccer (2001), prima millonaria de esta película. Y por supuesto, el gran duelo final (obligatorio en todo western y que acá es 5 contra 5) rememora a la simpática Escape a la Victoria (Victory, 1981), desde el equipo cautivo hasta la indumentaria de los villanos. Pero El Hijo de Dios no se queda sólo en las influencias o ecos, sino que es a través de ellas, tirando paredes, que va construyendo una bella fábula futbolera, ese deporte al que el cine tanto le debe (al menos en el último medio siglo), embarcándose en una historia mínima que hace justicia por cámara propia y desemboca en la mejor secuencia de futbol en años (acá y afuera, claro), una que, como en toda película deportiva, funciona como meta, pivote y corazón de todo el metraje. Metegol (2013) también lo hacía, y era lo mejor de esa película ultra ambiciosa pero pobre en ingenio, pero El Hijo de Dios -paria en recursos pero pródiga en ideas y simpatía- lo lleva a cabo con mayor nobleza, al llegar a ese climax con mejores toques y menos firuletes. A esto ayuda el excelente trabajo en fotografía, no sólo dotando a toda la película de grandes planos dignos del mejor spaghetti western en un pueblo bonaerense que bien merecía ese género, sino en las sabias elecciones de esa batalla final, alejado de las publicidades de fútbol y más amigo de la mirada del espectador –a esta altura hincha-, que padece y disfruta desde las butacas-tribunas. Si siempre hay algo para marcar hasta en las películas más logradas, ésta no es la excepción (alguna actuación secundaria, alguna línea de diálogo de más), aunque cuando uno tiene el privilegio de enterarse acerca del tiempo y el dinero con el que se contó, la película resulta –coherente con su título- un pequeño gran milagro. Pero es lo de menos, claro: las escasas falencias de la película, esos pocos pases mal dados, están opacados por la idea de juego, la táctica arriesgada y el resultado final. Por todo lo dicho, El Hijo de Dios es de lo mejor que ha dado últimamente el escaso cine de género independiente nacional, una que se alza sobre la tiranía exitista de la taquilla o los festivales, y su factura y entusiasmo merecen ser vistos en una sala. Como siempre ocurre, los tanques industriales –también parte de esas “ligas profesionales”- le ha robado las canchas en sólo un par de semanas, pero bien vale la pena acercarse a esos potreros rebeldes donde seguramente la película seguirá rodando. Al fin y al cabo, todos somos hinchas del cine, y lo que queremos es que se juegue lindo. No importa si es en un estadio o en una hermosa canchita de tierra.
Película argentina (no “”cordobesa”, como dicen tantos por ahí) chiquita en varios sentidos, de escasa ambición y resultados ídem, a la que siendo generosos se puede calificar de simpática, siempre y cuando uno simpatice con la verba de dicha provincia y se ría cada vez que alguien dice “culiao”. No es mi caso. Es cierto que por varios momentos se logra transmitir y contagiar la opresión a la que es sometida la protagonista por el imbécil de su pareja, con una puesta adecuada basada en planos cerradísimos de los personajes (apenas atenuados por un puñado de vistas al paisaje, como para tomar un poco de “aire”). El problema es que al encuadre cerrado número 78 la cosa pasa del agobio ficcional a una molestia estética que distrae de la anécdota y –más grave- del clima hasta ahí construido. Es ahí donde se convierte, a pura corrección de manual, en una película demasiado explícita desde lo visual, algo así como si el peor vicio del cine nacional de los ochenta se hubiera trasladado a las formas...
Dos burócratas empleados, de prolija camisa blanca y café en mano, hablan del fin de semana y otros menesteres en un gran edificio corporativo. Uno de ellos le está por contestar algo al otro cuando, de repente y en milésimas de segundo, la imagen se congela y se sobreimprime, rojo sangre y en casi toda la pantalla: “The Cabin in the Woods”, con el agregado de una música escalofriante. Primero nos pegamos un susto bárbaro, porque el golpe de efecto va a ser siempre efectista pero efectivo. Luego nos reímos, porque caímos como perejiles, y porque entendemos el absurdo de querer asustar de manera...
Un viaje (no tan) inesperado. Imposible no empezar esta crítica con una advertencia al lector, que es a la vez un lamento: la versión de El Hobbit que se proyectó en la función de prensa fue en 2D y 24 cuadros por segundo. Es decir que esta nota se ve obligada a excluir en su valoración dos elementos clave con los que el inquieto Peter Jackson concibió y llevó a cabo su película: el 3D que no pudo usar en su trilogía anterior, y los tan comentados (pero nunca vistos) 48 cuadros por segundo. Si un film es mejor, peor o igual con los anteojitos es un largo debate que conviene abordar en otro momento y otras secciones (que justamente, al ser un debate requiere de más voces), aunque adelanto rápidamente mi postura: ni Avatar, ni Hugo, ni Tintín, ni la caverna de Herzog pueden ser “lo mismo” en sus versiones 2D, y desconfío absolutamente de quien las juzgue sin haber probado su increíble, virtuosa y sobre todo bella utilización de la tan en boga tecnología tridimensional. Serán grandes películas igual, de eso no hay dudas, pero les faltará el motor principal que organizó (al menos en estos cuatro ejemplos) la puesta en escena. Ni más ni menos...
Aguante el documental Tenía muchas ganas de ver Masterplan, por el simple hecho de haber visto la ópera prima de los directores, Novias-Madrinas-15 Años, una pequeña obra maestra. Aquel era un documental ultraindependiente y autobiográfico (el negocio era propiedad del padre de los directores, que aparece en gran parte del metraje) que ilustraba hasta en el más mínimo detalle el trabajo en una sedería de Once y sus insólitos laburantes (lo que se extendía a una suerte de radiografía del empleado de comercio argentino y nos recordaba, quizás, a nuestros propios ámbitos laborales)...
Elije tu propia aventura Para quienes vieron la cada vez más grande Los Paranoicos, primera película de Gabriel Medina, y esperaron con ansias su segundo film, La Araña Vampiro puede generar cierto desconcierto inicial, debido en parte a su aparente distancia con su ópera prima, principalmente por su casi total ausencia de humor. Quien parece desconocer la palabra desconcierto es el propio Medina, que vuelve a narrar (esta vez, con un relato mucho menos “hablado”) con una convicción que arrastra al espectador, casi como por hipnosis fílmica, dentro de una historia extraña, árida y perturbadora, y con un manejo del género (los géneros, más bien) que no se parece a prácticamente nada de lo que se filma actualmente en nuestro país. Es indudable que ya estamos ante un artista consumado: uno que apuesta al riesgo, pleno de libertad y vigor para contar exactamente lo que quiere contar y de la manera en que quiere hacerlo...
El rey del shock Ya se ha repetido hasta el hartazgo: Armando Bo es el nieto del homónimo director de las películas de Isabel Sarli, viene de la publicidad y co-escribió el guión de Biutiful, de González Iñárritu. Con este prontuario (y dado que ciertos talentos no se heredan), uno bien puede prepararse para presenciar una de las peores películas del año. Pero no; afortunadamente El último Elvis...
Clasicista y combativa. Breve repaso (efímero) de un cine inasible. Si hay algo que realmente caracteriza al cine nacional de los últimos quince o veinte años es que siempre parece estar empezando de nuevo, renaciendo, marcando un nuevo territorio a seguir. Algunos realizadores continúan ese nuevo camino, potenciándolo o ennobleciéndolo, y otros no: van hacia nuevas direcciones, descubriendo más posibilidades. Así, los territorios retransitados y/o descubiertos se multiplican y bifurcan, expandiendo las fronteras de nuestro cine hacia límites que hasta ayer apenas parecían impensados. Esta expansión permanente conlleva muchas veces a una indefinición constante, que ni siquiera le da tiempo a la crítica de etiquetarla, de ponerla en palabras, que ya aparece otra película y replantea todo otra vez. Y un cine que obliga a sus escribas y estudiosos a esforzarse por seguirlo de atrás e intentar detenerlo en el tiempo (es decir, ensayar una instantánea antagónica al cine, que es puro movimiento); un cine que escapa a los encasillamientos fáciles, o que como mínimo los replantea o pone en crisis en un período de pocos meses; un cine así es el mejor cine posible. Porque es un cine vivo, orgánico, que no se deja atrapar por rótulos o academicismos (incluso de los más lúcidos). Un cine así pide, ante todo, ser disfrutado sin más (lo cual no excluye la reflexión), por el espectador y por el crítico-espectador, y sólo el tiempo lo pondrá en su correcta perspectiva. Pero ante todo, es un cine que hace rato prohíbe, clausura eso de que “el cine argentino es todo igual”. Y no, no lo es: este mismo cine del que no paro de hablar -e intento, también en vano, poner en palabras- es el que ha propiciado, por un lado, películas como Pizza, Birra, Faso, Mundo Grúa, La Ciénaga, Los Rubios, pero también y sobre todo, el que ha tenido el valor de codearse con el género o con eso que ha dado de llamarse industria (Un Oso Rojo, Nueve Reinas, El Aura, Los Paranoicos, Leonera, Carancho, Rompecabezas) sin perder una pizca de pureza o “autorismo”, sin renunciar a una sabiduría cinematográfica propia o heredada. Es, también, el que ha parido a esa maravillosa Babel llamada Historias Extraordinarias. Y me detengo en Llinás porque su película no sólo parece contener el mundo entero, sino también todo este cine antes mencionado; y que a base de cientos de historias, de sucesos, de canciones cursis de los ochenta o de una voz en off casi “prohibida”, ha confrontado o puesto en una sana tensión a cada una de esas obras. Y sin embargo ahí está, formando parte de la cima: es el gol de Maradona contra los ingleses del bien o mal llamado -Llinás nos deja la pregunta- Nuevo Cine Argentino. Un cine que, lejos de ser contradictorio, es tan fértil que simplemente genera nuevas especies antes que el zoólogo de turno alcance a ponerles un rótulo. Tanto el nombre de Llinás como el de Trapero (colaboradores ambos en la génesis y materialización de l film) tienen mucho que ver con El Estudiante, esta nueva encrucijada, esta última película-paradigma, y ese dato nos ayuda (apenas) a entenderla un poco mejor. La película de Santiago Mitre ya pertenece a este selecto y heterogéneo grupo antes mencionado, incorporando algunos de sus rasgos, desechando sabiamente otros y señalando, otra vez, un nuevo horizonte en el cine nacional. Cine presente. ¿Cuál es entonces la novedad, la última audacia de El Estudiante? Sin lugar a dudas, su temática, pero sobre todo su manera de afrontarla. En ella se trata la política, más precisamente la política nacional, y más aún la política universitaria. Un desafío enorme. El cine argentino más valioso, al menos en su veta ficcional, es un cine que cuando ha hablado de política lo ha hecho generalmente en pasado (más allá de que ese pasado reverbere en el presente, como casi siempre sucede), con escasos resultados felices; y si lo ha hecho en presente ha sido de manera lateral, sea ésta implícita o alegórica. En un acto de mayor compromiso, El Estudiante va derecho a los bifes, no sólo en presente puro sino que se mete (nos mete), aunque más no sea a través de la ficción, en el ámbito de la militancia universitaria, precisamente en el “nido” de la política, o de una(s) manera(s) de hacer política, revelando sus virtudes y miserias. Un nido de halcones y palomas pasolinianas, o, si se quiere ser menos rebuscado, de halcones y palomas de vestuario futbolero. Se trata de un cine presente, con una enorme –tal es su mecanismo narrativo- proyección hacia el futuro, una decisión que sólo puede venir acompañada de un coraje autoconciente igualmente enorme. Es, políticamente, un cine que no mira de reojo, sino de frente, que se involucra (y nos involucra) apasionadamente con su tema. Y que como país, parafraseando a Daney, nos mira. Lo primero que llama la atención de la ópera prima de Mitre es la cantidad de fantochadas en las que podría haber incurrido y que evita con una inteligencia notoria: personajes estereotipados, una visión de la militancia naif y panfletaria, o una concepción de la política unívoca, maniquea y dogmática. En suma, lo que habría sido una película decrépita, discursivamente débil, que hubiera tambaleado o envejecido aún más ante el mínimo avatar político. Según palabras del propio director, durante el rodaje se produjeron tanto el asesinato de Mariano Ferreyra como la muerte de Kirchner, y el film, ya encaminado, no sufrió cambios demasiado significativos, excepto en algunas (sabias) decisiones de puesta en escena que la dotan de un mayor realismo. Moraleja: El Estudiante ya estaba preparada de fábrica no sólo para enfrentarse con la ideología de cualquier espectador, sino también para afrontar la coyuntura sin tener que cambiar la esencia de su estrategia narrativa. Eso es lo que se dice tener espaldas, aunque otros anatomistas, más vulgares, prefieran llamarlo “cintura política”. La osadía del film se acentúa -imposible no destacarlo- por el momento en que llega, del que no hace falta decir mucho, sino tan sólo hacer un rápido zapping para comprobar la ya alarmante similitud entre los programas de chimentos y los “serios” programas políticos; la tinellización de la política. Pero, lo más grave, un momento de violencia y odio polarizados nunca antes visto en la última democracia, por más esquizofrénica que ésta sea. Es una osadía que recuerda, ya que hablamos del reciente cine argentino, a otro corajudo, Enrique Piñeyro. Aunque El Estudiante no es, y esta vez se agradece, un film de denuncia. Juegos de poder. Santiago Mitre no subestima ni sobrestima al espectador. Sabe que éste está inundado de política, que “conoce”, pero se acerca a él sin vueltas ni snobismos, sin pedantería o sofisticación, pero también sin subrayados o “mensajes” innecesarios. Entiende que -como la política-, su película debe estar al alcance de todos, o al menos no dejar a nadie afuera. Por eso su lógica narrativa no es la de la denuncia ni la mera observación distante, sino la de la fábula de neto corte clasicista, y nos sumerge con pasión y admirable realismo en un ámbito que (quizás) desconocemos, pero del cual nos apropiamos al instante. Por eso hay actos bien marcados, un “viaje” de aprendizaje, subtramas pertinentes, giros verosímiles, y un final bien clásico con un sentido fuerte y claro. Y por eso hay un personaje central que no es alguien, como en tanto cine nacional, “al que las cosas le suceden”, sino que -como la película misma- sale a buscarlas, hace, acciona. Ah, la “sinopsis”. El estudiante en cuestión es Roque (interpretado por el excelente Esteban Lamothe, un actor que con un solo monólogo de Lo que más Quiero de Delfina Castagnino ya era la revelación del Bafici 2010), un chico del interior que ingresa a estudiar a la UBA, pero que de repente se ve inmerso más y más en la vida política de la Universidad, participando activa y exitosamente en una de sus agrupaciones. Punto. ¿Punto? No, claro que no, porque en El Estudiante todo esto sucede en unos 20 o 30 minutos, y durante su hora y media restante la película despliega vertiginosa pero pacientemente (paradoja posible), a pura seducción, su entramado de alianzas, traiciones, amiguismos, transas y discusiones para llevarnos de la mano, inexorablemente (y esto es vital) hacia un final del que no se puede decir una sola palabra, literalmente hablando. Como sostiene mi amigo y ahora colega José Luis de Lorenzo, la historia presenta más de un punto en común con la imperdible (y no estrenada, para variar) Un Profeta, de Jacques Audiard, y concuerdo plenamente: hay un héroe (o antihéroe) que pasa muy rápidamente de la observación pasiva a la acción, y que va consiguiendo un poder -es decir, respeto- que tiene mucho de instinto de supervivencia (en la cárcel o en la universidad, lo mismo da); que aprende reglas y ejecuta; que tiene suerte, y que poco a poco va conquistando ese poder, entre otras cosas gracias a un carisma poco común. De hecho, la manera en que Roque va obteniendo ese poder es casi la misma que la de Malik en su cárcel parisina: haciendo alianzas, negociando, aguantando, mostrando la carta justa; es decir, haciendo política. En ambas, además, hay algo clave: se trata de un micromundo (el delito carcelario, la política universitaria) con una conexión real, tangible con el afuera, con el exterior: en la francesa es el crimen organizado; en la argentina, la política estatal, la dirigencia de Primera A. Me reservo, para evitar el spoiler, otras similitudes que tienen que ver con lo que ambos personajes van descubriendo y con la resolución del argumento. Pero en El Estudiante, además (y porque esto no es una cárcel masculina), hay una historia de amor (o dos, o tres). Una que no es esquemática, ni gratuita, ni “demasiado guionada”, y que conduce a la acción de manera sólida y genuina. Una que motiva, influye y hasta confronta con el otro amor, que es el amor por el poder. En este cruce, en sus pliegues sabiamente construidos, se encuentra el tramado más inteligente de la película, y el que dará lugar a un final memorable, uno en el que una sola palabra (e imagen) alcanzará para decir miles. En suma, clasicismo puro. De hecho, en la película hay tanta adrenalina fílmica como en esas primeras entregas de superhéroes, donde asistimos a la “transformación” del personaje como tal y gozamos a la par con su nuevo poder. (O, si se quiere, con el Scorsese más gansteril). La música, trepidante y casi épica, refuerza esa sensación. Y es que, sin pretender sonar naif, algo de eso hay: existen pocos campos del “mundo real” tan comparables a dicho universo mítico como el de la política: en esencia, la posibilidad de convertirse, a través del poder, en héroe o en villano para las masas. Porque poder, repito, es la palabra clave. En El Estudiante todos están en su busca, y la diferencia radica, como siempre, en cuánto (o qué) están dispuestos a pagar por éste. Lo que no sabemos es si Roque nació para tener y detentar ese poder, si es su don innato, o si simplemente se va contagiando de ese juego materializado en una chica preciosa, comprometida y valiente. Un acto de fe. Admito cierto rechazo por muchas de las películas realizadas con “apoyo” del INCAA, pero también por varias que no lo reciben, por lo que no me parece pertinente evaluar a unas y otras con este aspecto en relieve. Sin embargo, este dato toma una relevancia inusitada en un film como el de Mitre: como leí por ahí y me hago eco, el hecho no buscar ni recibir este apoyo es un acto político en sí mismo que no puede ser desdeñado y que va a la par de la ética de la película (y también, por qué no, de su estética: sólo basta recordar esos pasillos marmolados, impolutos del colegio de La Mirada Invisible, una película que representa lo peor de un cine arcaico, pétreo, incapaz de mover una mueca de la cara, para entender la diferencia). Si jugamos a comparar el film con su tema, y a su difusión con una “campaña política”, debido a esta apuesta El Estudiante (al igual que Los Labios, otra película imprescindible y honesta que ayuda a entender mejor un país y una época, lejos de cualquier partidismo) no tendrá afiches por todos lados, ni spots televisivos, ni presencia mediática desmesurada, ni mucho menos va a ser parte importante de la “agenda cultural”. Esta película tan necesaria como pequeña no será estrenada en un shopping, y casi es justo que así sea (estoy siendo cínico, ya que sus realizadores merecen que sea vista en todas partes): lo hará en dos espacios siempre resistentes -Malba y Lugones-, y lo hará a espaldas (y esto que quede claro: no por sí misma o por su postura, sino porque quienes debieron apoyarla y difundirla siguen mirando para el lado opuesto). Una película que habrá que salir a buscar a lugares donde no venden pochocho, lo cual es casi una justicia poética. Una que responde a la cuestión política primigenia -“Algo hay que hacer”- con un acto en sí mismo (el de su logro quijotesco) y extiende al espectador, en su excitación e integridad, una invitación a hacer lo mismo, aunque más no sea acercarse a una sala de cine a ver una película, reflexionarla y debatirla. El contagio y entusiasmo que causa El Estudiante es tal que vuelve casi imposible no adoptar el tono autobiográfico. Por eso, me permito decir que todo lo anterior fue escrito por alguien que no cree que las cosas “vayan a cambiar demasiado”. Por alguien desencantado (o peor, que prefiere esconderse en la indiferencia) que no les cree a sus allegados oficialistas, a sus amigos opositores, y menos que menos a los medios con idénticas tendencias (es decir, tendenciosos). Por eso, y espero equivocarme feo, feísimo, tampoco creo que mucha gente vea esta película, ni que genere el debate que merece. Pero sí creo en el cine, y más que nada le creo a El Estudiante. Y que un cine así, y una película así sean realizados en nuestro país, me (re)habilita a creer que no todo está perdido. Hay un presente grandioso en el cine argentino, y un futuro más que promisorio. Un cine que crece, que es inclusivo, generoso, lúcido, y que puede ser popular, mientras su país de origen parece hundirse cada vez más en los antónimos exactos de estos adjetivos. Un cine (y un público) de estas características merece tener un país mejor. Con obras (con actos) como El Estudiante quizás pueda lograrlo.