EL INTERÉS POR LO AJENO
Los tiempos de las cosas
El documental es un género (¿es un género?) que tiene como esencia la búsqueda de un imposible: la idea de la objetividad. Concebir a una pieza cinematográfica como un registro- un documento- que se limita a registrar el presente es una discusión ya cerrada hace decenas de años: el cuestionamiento de si un documental está o no desprendido de subjetividad se ha convertido en un tema, se podría decir, saldado. Lo interesante no radica en este desprendimiento (objetividad-subjetividad) sino en, justamente, la búsqueda del mismo: sólo se puede intentar demostrar la realidad mostrando un recorte de la misma. Justamente, el documental busca, en esencia, abolir los mecanismos característicos del cine mediante un intento (el máximo posible) de sinceridad para con el espectador, aún consciente de su propia subjetividad, inherente a toda obra artística. Porque el documentalista ejerce un compromiso: al momento mismo de señalar una obra como un documental (sin tener en cuenta al fascinante subgénero del mockumentary), se da un pacto tácito: lo que estamos viendo es el registro de algo que sucedió o que aún sucede. Es por esto que el documental es un tipo de cine con mucha influencia: confiamos en la "realidad" de lo que vemos (se entiende, por más ficcionalizada que esté). Es decir, nos entregamos tomando como supuesto que eso que sucede en la pantalla es un registro de lo real- casi que sentimos que en vez de contarnos un documental debiera informarnos. Así, los mecanismos internos de un documental pueden ser fascinantes porque su manipulación es a veces mucho mayor que en las ficciones. Justamente, su recorte de la realidad es intencionado y a menudo sucede con una intencionalidad muy particular, pero su potencia radica en su categorización: a través de una cuestión sintáctica (la definición de una obra como un documental) se resignifica su semántica (digamos, el sentido que la obra adquiere).
Y justamente, hay algo particular en el caso de El etnógrafo. Y es que sentimos, como en los buenos documentales, que lo que estamos viendo responde, dispositivo mediante, a lo real. Es auténtico. Ulises Rosell, director del film, realiza un seguimiento de John Palmer, antropólogo egresado de Oxford que a fines de la década del 70 decide, dejando de lado su tesis (causa de su viaje) instalarse en Salta, en una comunidad Wichí ubicada en la localidad de Lapacho Mocho, en donde se casa y llega a tener cinco hijos y en donde se encuentra en la actualidad. Lo que propone Rosell no podría ser más sencillo: utilizando una cámara en muchos momentos estática (calma, fiel, austera), se dedica a registrar los eventos que rodean a Palmer, desde su lucha activa por los derechos de los Wichís hasta las charlas con su mujer, en su cocina, en la intimidad más íntima.
El etnógrafo maneja varias líneas narrativas con una asombrosa fluidez: por un lado, la vida familiar de Palmer, marcada por enormes secuencias de niñez e inocencia, de su labor de padre y marido (esta línea es quizás la más contemplativa, en la que la cámara más se detiene). Por otro lado, su actividad en contra de la apropiación de terrenos Wichís por parte de las constructoras, una lucha de la que Rosell toma parte con su cámara como presencia polarizadora (porque Rosell no tiene mayor necesidad que la de ser un testigo más, se ubica detrás de Palmer y lo sigue en sus caminatas y en sus discusiones con los operarios de aquellas tenazas de hierro). Y por último, el enfrentamiento cultural entre estas tribus nativas y el pensamiento y la ley del resto del país, el choque entre dos formas de vida completamente opuestas encarnado en Qa'tu, y su condena por haber tenido relaciones sexuales con una menor de edad (relación aprobada por el padre de la niña y completamente natural para los Wichís). Estas tres líneas se entremezclan sin apuro y al mismo tiempo sin morosidad, porque Rosell no está interesado en los tiempos de su narración sino en el tiempo inherente a las cosas. El tiempo que se desprende de las mismas, de los niños, de las comidas, de las charlas, y no el que impone lo externo- alguien con ansias de transformar lo que ve en un relato.
Hablando del film con una colega, sin embargo, notamos que hay dos formas de tratamiento muy particulares en El etnógrafo. Aquellas en las que la cámara es testigo circunstancial de lo que sucede y aquellas en las que la cámara provoca las acciones, es decir, aquellas en donde la ficcionalización se torna evidente. Ejemplos de esto son la secuencia de la visita que realiza Palmer a la cárcel a Qa'tu, o la secuencia en la que habla con su madre en Inglaterra. En esta última Rosell propone un relato enmarcado a través del montaje: la madre le pregunta a Palmer por cada uno de sus hijos, y Rosell se detiene en cada uno de ellos, explicitando el aquí y ahora de su intervención y rompiendo, en parte, con el nivel de registro que sucedía hasta entonces. Es así que El etnógrafo presenta varios matices, varias texturas, múltiples cuestionamientos que jamás conspiran en contra de su totalidad como película sino que la complejizan y enriquecen: Rosell hábilmente presenta una pluralidad de discursos que se da de forma dialógica y no excluyente, que acapara antes de separar. Justamente por la naturaleza de su discurso, su prioridad por mostrar antes que otra cosa, Rosell deja que las acciones que graba hablen por él. El etnógrafo se justifica a sí misma- de manera intencionada- no por su búsqueda formal sino por la naturaleza de lo que en ella sucede.
Justamente, lo más llamativo de El etnógrafo es la capacidad de Rosell para adentrarse en un territorio que le es ajeno y lograr, de alguna manera, contar los hechos desde adentro. Hay, además, una notable pericia en cada uno de los rubros del film. El encuadre de Rosell es certero y complejo, denota una visión sensible de lo que lo rodea. Las escenas en las que Palmer habla con su mujer en la cocina, enmarcados por la puerta de la misma, implica una clara intención por parte de Rosell: la de no ser invasivo, la de contar aquella intimidad pero desde fuera, desde otra habitación, respetándolos. Y la música incidental es exacta, y le otorga ritmo al film cuando este lo pide. No quiero ni imaginar la cantidad de material que habrá grabado, pero es notable el nivel de depuración que muestra El etnógrafo: la secuencia en la que uno de sus hijos se coloca una bolsa de residuos en la espalda imitando la capa de Batman es un verdadero hallazgo, al igual que la bella escena en la que se meten al agua. El artista Marcos López, luego de ver el film, habló de una sonrisa (que sucede en ese momento) cuya mera existencia justifica toda la película. Entiendo lo que quiere decir: es humanidad que reboza, humanidad que no es incidente sino proyectada. Son rayos que emiten esos cuerpos.