Ese secreto de narrar desde adentro
El director de Bonanza cuenta la historia de John Palmer, antropólogo estadounidense que terminó radicándose en la localidad salteña de Lapacho Mocho, integrado a la comunidad wichí. Y lo hace con la misma cercanía y una asombrosa fluidez narrativa.
“Creo que lo que me atrajo es el modo de ser de ellos, tan inverso al nuestro”, dice John Palmer, antropólogo inglés que a mediados de los ’70 bajó hasta América del Sur, para estudiar de cerca a los miembros de la comunidad wichí y completar así su tesis de graduación en Oxford. Unos años más tarde, Palmer dejó para siempre su país y sus estudios, se casó con una mujer wichí llamada Tojweya y se integró a la comunidad salteña de Lapacho Mocho, siendo al día de hoy un vecino más, especializado en la defensa de los derechos avasallados de ese pueblo originario. Viendo El etnógrafo da la impresión de que las razones que movieron al realizador Ulises Rosell a interesarse por todo ello –el viajero transculturalizado, la cultura prehispánica que aún sobrevive en el noroeste argentino, los intentos corporativos de apropiación de tierras, las irreconciliables diferencias entre la ley tribal y la occidental– son lo mismo que en su momento sedujo a Palmer: que ese mundo tan próximo sea inverso al nuestro. Tal como sucedió con el forastero, la cámara de Rosell no se limita a observar, sino que se integra –en este caso tal vez no para siempre, pero sí durante esa eternidad que es una película– a aquello con lo que convive.
Desarrollada con apoyo del DocBsAs y exhibida en el muy reconocido Festival de Documentales de Marsella (así como en el último Bafici, donde se la vio en una única función especial), El etnógrafo se parece y no se parece a Bonanza, que a comienzos de la década pasada puso a Rosell en un lugar singular dentro del documentalismo argentino. Allí, Rosell –que había sido parte de las míticas Historias breves de 1995, con el corto Dónde y cómo Oliveira perdió a Achala, codirector más tarde de El descanso, director de Sofacama– registraba la cotidianidad de un padre e hijo absolutamente inefables, que vivían en una suerte de estado semisalvaje, al costado de una transitadísima autopista. En El etnógrafo puede rastrearse la misma curiosidad por lo raro y distinto, por lo que está al costado de la civilización (de la civilización occidental, para decirlo con mayor precisión), pero ahora menos en busca de lo peculiar y excéntrico que de un escenario tras el que subyace una tragedia: la del arrinconamiento y posible extinción de una cultura originaria. Curiosamente, el subtítulo de Bonanza era En vías de extinción.
Como sucedía en Bonanza, El etnógrafo no empieza con la primera toma, sino mucho antes. Es la larga convivencia previa la que permite –como suele suceder en los documentales del inmenso Eduardo Coutinho– que cuando la cámara se enciende no lo haga desde fuera, sino ya un pasito adentro del territorio que ha resuelto filmar. También como Bonanza, El etnógrafo es un modelo acabado de documental antitelevisivo, antiperiodístico, antimanipulador. Rosell no anda detrás de un tema, mucho menos de una tesis, conclusión o mensaje a transmitir, sino, de un modo infinitamente más honesto y genuino, de algo que simplemente atrajo su atención. En primer lugar, un personaje que, como en Bonanza, decidió abandonar lo que suele llamarse civilización, para integrarse a lo que suele llamarse salvajismo. Pero, claro, el educadísimo, respetuosísimo y calmo gentleman que es John Palmer resulta ser la antípoda exacta del despelotado, exuberante, fabulador y autocrático “Bonanza” Muchinsci, una suerte de Facundo paraurbano.
La forma es el hombre y la de El etnógrafo se hace a la medida de la personalidad de Palmer. De la de Palmer y la de la entera comunidad de Lapacho Mocho. Como su protagonista, El etnógrafo persigue sus objetivos con paciencia, casi sin que se note. Aunque parezca “no tener forma” –como en buena medida sucedía con Bonanza–, El etnógrafo sigue líneas narrativas bien definidas. No líneas, en realidad –los wichís no conciben el tiempo de modo lineal– sino circunvoluciones, si se prefiere. Un ritornello es el propio Palmer y su matrimonio con Tojweya, con quien tiene cinco hijos. Otro, la situación en la comunidad, en momentos en que una empresa de capitales chinos empieza a desmalezar la zona, sin permiso, en busca de petróleo. Finalmente, el choque entre la tradición wichí y la ley del hombre blanco. Choque concretado en la condena a prisión de Qa’tu, miembro de la comunidad que mantuvo relaciones con una de las hijas de su esposa, menor de edad. Relación consentida por Tojweya y no condenada por las tradiciones comunitarias.
Expresión fáctica de multiculturalismo, los miembros de la familia de John Palmer hablan indistintamente tres idiomas: castellano, wichí e inglés. Idiomas que perfectamente pueden mezclar en el curso de la misma frase. Cuando dialogan, tanto ellos como los restantes miembros de la comunidad hacen muchos silencios. Como si, al hablar, cavilaran. Bella, contemplativa, de asombrosa fluidez (gentileza del montajista, Andrés Tambornino), El etnógrafo “habla” como sus personajes: con muchos planos “intermedios”, que en medio del decurso se detienen a observar, a cavilar sobre lo que ven. Lo hace, como los Palmer, en varios idiomas.