Los caminos
De los seis estrenos de esta semana, vi solamente dos. Pero esa selección de un tercio del total fue enteramente satisfactoria: vi dos muy buenas películas. Una es ¿Qué voy a hacer con mi marido? (horrible título local para Hope Springs). Sobre ella (en especial sobre su actriz y su director) escribí para La Nación. Sobre la otra muy buena película que vi esta semana son los párrafos que siguen.
El cine argentino, por suerte, al menos por ahora sigue generando sorpresas: una de las de este año, no demasiado pródigo en ellas, es El etnógrafo de Ulises Rosell. Rosell tiene buenos antecedentes, eso sí, espaciados: su primera película (como co-director) fue El descanso, de 2001, año en el que también presentó el documental Bonanza. Luego, en 2006, estrenó Sofacama. Y ahora aparece su siguiente largometraje, un documental con un título igual al de un brevísimo y buenísimo cuento de Borges presente en Elogio de la sombra (1969).
El etnógrafo, la película, hace de la dosificación de información uno de sus atractivos, así que revelar ciertos datos sobre el personaje del título me parece poco recomendable (de todos modos, pueden leer esa información en otros sitios). Aunque saber lo siguiente creo que no les quitará placer a la hora de ver la película: el etnógrafo en cuestión es John Palmer, inglés, que vino en los setenta por primera vez a estudiar la cultura wichí. La película transcurre en el chaco salteño, no en la provincia del Chaco sino en la de Salta. Hay una familia, hay alguien preso y hay disputas por la tierra. Lo que fascina y lo que atrae de El etnógrafo, de todos modos, no son tanto los nudos conflictivos sino la vida en comunidad que captan Rosell y su equipo. Es muy destacable el trabajo de fotografía de Guido De Paula: sin preciosismo ni “fascinación por el otro” (forma estéticamente molesta de la culpa del observador externo), pero sí con nitidez, contrastes y cercanía que dan como resultado una constante belleza áspera (y arrugada en el caso del noble rostro de Palmer, un héroe modesto). No recuerdo demasiados documentales argentinos sobre comunidades indígenas con tanta amabilidad, tranquilidad, sentido narrativo y estético como El etnógrafo. Así, el componente de denuncia está, pero no obtura todo lo demás. Con sencilla lucidez narrativa, Rosell muestra calidez, esperanza, lucha. No hay estridencias, no hay énfasis: hay búsqueda, hay un gran trabajo para observar y escuchar lenguas, modos de ser, modos de experimentar las emociones y las situaciones. En los pasajes, en los tráficos lingüísticos entre el wichí, el español y el inglés, en esos intersticios, en esos vasos comunicantes, hay una idea de futuro. Y en uno de los pocos diálogos tensos de la película –en el intento del consejo veloz sobre la iguana– con un solo detalle en una conversación, Rosell expone la violencia simbólica.
El etnógrafo, la película, nos invita a conocer, a descubrir, a reflexionar. Y El etnógrafo, la película, nos lleva a “El etnógrafo”, el cuento de Borges, del que es muy pertinente citar dos segmentos del cuento. Así empieza: “El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos.” El etnógrafo en cuestión iba a buscar un secreto de unas tribus del oeste, que los brujos revelarían al iniciado. Y esto podemos leer cerca del final: “En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no publicarlo.
—¿Lo ata su juramento? —preguntó el otro.
—No es ésa mi razón —dijo Murdock—. En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir.
—¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? —observaría el otro.
—Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad.
Agregó al cabo de una pausa:
—El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.”