El discurso del método
Los primeros planos de El examen alternan nombres sobre fundidos en negro y partes corporales de personas que se preparan para “salir a escena”. El escenario al que ingresan es una especie de aula futurista, fotografiada fríamente. En ese recinto, los siete candidatos son enfrentados a una hoja en blanco que contiene una pregunta. El que la descubra accederá a un puesto en una empresa farmacéutica que controla la venta y distribución de una poderosa píldora. Previamente escucharán a un supervisor cuyas instrucciones implacables deberán cumplir para no ser eliminados. A partir de ahí, tendrán ochenta minutos para resolver la incógnita.
La opera prima de Stuart Hazeldine tiene varios problemas. El primero de ellos es que su estreno resulta fuera de tiempo, puesto que ya hemos visto al menos siete films que hablan de lo mismo, de los efectos del capitalismo salvaje, y con más inteligencia. El segundo es su naturaleza televisiva. El examen no tiene nada para ofrecer desde el punto de vista cinematográfico y todo su contenido se remite a una cuestión de discurso, de tesis, donde lo mejor es lo que se infiere fuera del campo visual. El resto, lo que escuchamos, es una seguidilla de conjeturas conferidas por los personajes, quienes explican lo que vemos e interpretan por nosotros los hechos con sentencias cerebrales. Esta abundancia discursiva incluye pequeños flashbacks con las palabras del supervisor (que ya escuchamos al comienzo) que interfieren en la trama a fin de no dejar rienda suelta jamás al espectador, cautivo de una dialéctica interminable donde la tesis se impone sobre la imagen. El tercer inconveniente, el peor, es el subtexto. Dentro del trillado esquema de un Gran Hermano fashion, los personajes encerrados representan estereotipos dignos de una ideología que banaliza las diferencias culturales y las empaqueta en las etiquetas tranquilizadoras de los peores medios: el blanco toma la iniciativa, la rubia triunfa, el diferente es humillado, el negro es pasivo, el musulmán es torturador. Es decir, una película más que se pretende filosa con respecto a los métodos utilizados en un contexto global y económico feroz pero que cae en la trampa de asumir los mismos recursos que aquello que critica. No hay margen para la ambigüedad en esta elemental y burda puesta en escena de la supervivencia del más apto.
El tiempo, ese elemento fascinante para trabajar en el cine, se convierte en El examen en una materia calculada, condicionante, sometida a la rigidez de lo palpable, de lo visible, alarma perfecta para que no olvidemos que somos presa del experimento tortuoso que propone el director.