Uno creería que es un lugar común -e incluso perezoso- trazar paralelismos entre El exorcista, de William Friedkin, y cualquier película que aborde una historia similar. Sin embargo, en el caso de El exorcismo de Dios, la nueva producción de Alejandro Hidalgo, las referencias al clásico basado en la novela de William Peter Blatty son más que explícitas y no dejan margen de duda.
Como ejemplo tenemos la secuencia inicial, que busca emular determinados planos del film de Friedkin en un intento de homenaje que se prolonga por demasiado tiempo como para que Hidalgo pueda entregar una obra escindida de inspiraciones. Pero ese reposo en las influencias es tan solo el primero de varios inconvenientes que tiene su largometraje, centrado en Peter Williams (Will Beinbrink), un exorcista estadounidense que viaja a un pueblo de México para ayudar a un grupo de niños, 18 años después de experimentar un episodio traumático.
El exorcismo de Dios fluctúa entre ese pasado que atormenta al sacerdote (un malogrado exorcismo que lo obligó a cometer un sacrilegio por el que nunca pudo perdonarse a sí mismo) y un presente en el que el demonio regresa y lo pone de cara a una realidad: para subsanar el trauma, tendrá que enfrentarlo. Si bien Beinbrink brinda una actuación interesante, la construcción de su personaje es demasiado lineal como para que nos interese su derrotero. Lo mismo sucede con una secuencia en la que Hildago retrata una especie de exorcismo todoterreno, con abundantes golpes de efecto, un uso del sonido que deja en evidencia la falta de ideas para generar pavor, y una persecución frenética que responde más al cine de zombis.
Si el cineasta se hubiese adentrado más en lo que implican las prácticas de exorcismo (a fin de cuentas, el protagonista se dedica exclusivamente a esto), otro hubiese sido el panorama. Lamentablemente, Hildago se queda con el “más es más” y tampoco se resiste a una vuelta de tuerca final previsible para cualquier espectador familiarizado con estas narrativas.