Según Gabriele Amorth, demonólogo oficial del Vaticano y encargado de realizar, según su autobiografía, más de 60 mil exorcismos, el 98 por ciento de las posesiones se deben a un problema mental; el resto, en cambio, es producto de la maldad pura. Una distribución similar de esos atributos en los involucrados pueden explicar la existencia de esta película. Habría que agregar también la dosis de cinismo necesaria para pretender que El exorcista nunca existió o que, dado que pasaron 50 años de su estreno, puede ser saqueada a voluntad.
Ambos films están basados en “hechos reales” (en la era de las fakes news ya no corresponde preguntarse si existen hechos de otra clase) y en fuentes similares, esta es la coartada de la más reciente para desarrollar eventos casi calcados de su predecesora. Un argumento a favor de El exorcista del Papa es que muestra un grado de desinterés, un “laissez faire” que se vuelve indistinguible del sentido del humor: no está claro si por momentos es tan absurda porque no se toma en serio o porque es lo único que puede hacer. Ciertamente, la interpretación de Russell Crowe en el rol central se desliza por ese filo: con la impronta del Orson Welles tardío que hacía avisos de vino barato por TV, y un criterio similar para elegir trabajos, el ganador del Oscar aporta un tono jocoso a su exorcista y derrama carisma mientras atraviesa Europa sobre una Vespa bicolor en sotana y con su estola púrpura al viento.
El sacerdote del título fue objeto de un documental llamado El diablo y el padre Amorth, dirigido por William Friedkin, el mismo Friedkin de la película con Linda Blair, que registra el ahora célebre exorcismo de una mujer que, se afirma, era poseída regularmente por demonios. Este nuevo film, también basado en una vivencia del cura, tarda pocos minutos en desembarazarse de cualquier pretensión de realidad.
Aquí una familia norteamericana compuesta por una madre y sus dos hijos llega a Castilla (con un paraje de Irlanda pasando por la locación española) para refaccionar una vieja abadía que, improbablemente, es la herencia del padre recientemente fallecido en un choque. El hijo menor, afásico desde el accidente, pronto presenta los síntomas inconfundibles de la posesión diabólica que son la cara surcada por cicatrices y una voz una octava más baja que la de Tom Waits. Así como todas las escenas con Linda Blair en la película de Friedkin eran genuinamente perturbadoras, todas las de este actor infantil son incómodas por las razones incorrectas; no es su culpa, sino de la puesta en escena. Afortunadamente, pronto se hace presente el padre Amorth para librarlo de semejantes circunstancias.
Recién en el climax, que sucede demasiado tarde, la película cobra un poco de brío. En sus diez minutos finales se separa de su fuente para convertirse en la fiesta de gore que debió haber sido desde al menos media hora antes. Casi sin sustos ni ideas novedosas, la presencia de Crowe no alcanza para salvar a este film de la condena.