Melissa Barrera, la protagonista de este film, es también parte de las últimas dos entradas de la franquicia Scream, una serie de películas de terror ensambladas sobre de la deconstrucción de los tropos de la películas de terror. Por esto, resulta paradójico que aquí su personaje Julie pase por un auténtico catálogo de lugares comunes del género. Si Julie hubiera visto Scream su vida sería mucho más fácil. En principio, sabría que no debió comprar un viejo caserón en el que murió una familia, también que las sombras y visiones que empieza a percibir no son “tan solo su imaginación” y que su gato aparecerá repentinamente en los momentos más inesperados para sobresaltarla. Si hay algo de lo que no puede acusarse a esta película es de originalidad. Mientras que cierto cine de terror, el llamado art-horror, está encabezando una renovación del cine de género con films como Hereditario, The Babadook, Raw, Mandy o Lamb que resulta un antídoto contra el eterno retorno en el que Hollywood quedó atrapado con las franquicias de superhéroes, esta película nos devuelve a un horror carente de inventiva y sostenido exclusivamente por jump scares. Julie está cursando un embarazo avanzado. Lentamente se nos indica que perdió otro, que tuvo una crisis emocional por esa pérdida y que la renovación de la vieja casa es un modo de rehacer su vida. Una caída hace que su obstetra le ordene reposo forzado por los últimos meses que le quedan antes del parto. Cuando, acto seguido, 25 minutos dentro del film, surge un cartel que dice “Día 1, faltan 55” está claro que queda un tortuoso camino por delante, especialmente para los espectadores. La aparición de un niño que podría o no ser su hijo muerto lleva a una serie de acontecimientos sobrenaturales narrados con desgano cuyas “sorpresas” pueden ser adivinadas mucho antes de que la historia las revele.
Según Gabriele Amorth, demonólogo oficial del Vaticano y encargado de realizar, según su autobiografía, más de 60 mil exorcismos, el 98 por ciento de las posesiones se deben a un problema mental; el resto, en cambio, es producto de la maldad pura. Una distribución similar de esos atributos en los involucrados pueden explicar la existencia de esta película. Habría que agregar también la dosis de cinismo necesaria para pretender que El exorcista nunca existió o que, dado que pasaron 50 años de su estreno, puede ser saqueada a voluntad. Ambos films están basados en “hechos reales” (en la era de las fakes news ya no corresponde preguntarse si existen hechos de otra clase) y en fuentes similares, esta es la coartada de la más reciente para desarrollar eventos casi calcados de su predecesora. Un argumento a favor de El exorcista del Papa es que muestra un grado de desinterés, un “laissez faire” que se vuelve indistinguible del sentido del humor: no está claro si por momentos es tan absurda porque no se toma en serio o porque es lo único que puede hacer. Ciertamente, la interpretación de Russell Crowe en el rol central se desliza por ese filo: con la impronta del Orson Welles tardío que hacía avisos de vino barato por TV, y un criterio similar para elegir trabajos, el ganador del Oscar aporta un tono jocoso a su exorcista y derrama carisma mientras atraviesa Europa sobre una Vespa bicolor en sotana y con su estola púrpura al viento. El sacerdote del título fue objeto de un documental llamado El diablo y el padre Amorth, dirigido por William Friedkin, el mismo Friedkin de la película con Linda Blair, que registra el ahora célebre exorcismo de una mujer que, se afirma, era poseída regularmente por demonios. Este nuevo film, también basado en una vivencia del cura, tarda pocos minutos en desembarazarse de cualquier pretensión de realidad. Aquí una familia norteamericana compuesta por una madre y sus dos hijos llega a Castilla (con un paraje de Irlanda pasando por la locación española) para refaccionar una vieja abadía que, improbablemente, es la herencia del padre recientemente fallecido en un choque. El hijo menor, afásico desde el accidente, pronto presenta los síntomas inconfundibles de la posesión diabólica que son la cara surcada por cicatrices y una voz una octava más baja que la de Tom Waits. Así como todas las escenas con Linda Blair en la película de Friedkin eran genuinamente perturbadoras, todas las de este actor infantil son incómodas por las razones incorrectas; no es su culpa, sino de la puesta en escena. Afortunadamente, pronto se hace presente el padre Amorth para librarlo de semejantes circunstancias. Recién en el climax, que sucede demasiado tarde, la película cobra un poco de brío. En sus diez minutos finales se separa de su fuente para convertirse en la fiesta de gore que debió haber sido desde al menos media hora antes. Casi sin sustos ni ideas novedosas, la presencia de Crowe no alcanza para salvar a este film de la condena.
Calabozos y dragones es el más famoso y, a 49 años de su lanzamiento, uno de los más viejos juegos de rol, ciertamente el primero en incorporar elementos de fantasía a su mundo. En 2000, la alquimia de Hollywood lo transformó en un film con Justin Whalin y Marlon Wayans como dos ladrones de poca monta y con Jeremy Irons en su primer rol como mercenario (léase en su carrera: en la película aparece quince minutos haciendo de un hechicero llamado Profion). La adaptación fue un rotundo y merecido fracaso que, sin embargo, generó dos secuelas rodadas sin actores reconocibles fuera de su núcleo familiar y que nadie esperaba ni necesitaba: una de ellas se estrenó directamente en TV y la otra solo en video. Como se ve, este rebooteo de la franquicia no tiene la más ilustre de las estirpes y, sin embargo, no solo no decepciona (aunque esto era difícil dada la profundidad del sótano en el que estaban las expectativas) sino que hasta sorprende con un ingenio y brío ausente en toda su genealogía. Los responsables de sus méritos son indudablemente los guionistas y directores Jonathan Goldstein y John Francis Daley, el mismo equipo creativo que se hizo cargo del rebooteo de Spiderman con Tom Holland. Es hoy inevitable que un film de acción y fantasía dirigido al público juvenil –que es como se autoperciben los jugadores de juegos de rol aunque hayan comenzado en la actividad en 1974– tenga algo de película de superhéroes, tal es el virus que Marvel esparció por toda la industria. Sin embargo, esta historia se permite abrevar en otras fuentes para construir a sus personajes y sus circunstancias, como la mitología de El señor de los anillos, el humor de La princesa prometida o el vértigo de las Indiana Jones. No hay una gran dosis de originalidad en su creación, pero la recombinación de elementos está hecha con competencia y precisión, como no es frecuente en la cuarta iteración de un pretendido blockbuster. La historia es clásica en el sentido de que recurre, como buena parte del cine actual de superhéroes, a cada una de las funciones narrativas que se encuentran en el cuento popular desde la Edad Media: el héroe que pierde un objeto mágico, el antagonista que se apodera de tal objeto, la búsqueda de ayudantes para la gesta heroica, el destinatario que recibirá el beneficio de tal acción, etc. Con nombres propios, la historia es así: Edgin (Chris Pine) es un vividor de buen corazón que, tras el asesinato de su esposa, debe criar a su hija Kira (Chloe Coleman), a quien eventualmente pierde a manos del villano Forge (Hugh Grant, canalizando a su personaje de Paddington 2). Para revivir a su mujer y recuperar a su hija debe encontrar la Tabla de la Resurreción, pero antes de eso también el Casco de la Disyunción. Para tamañas tareas cuenta con la ayuda de la bárbara (como gentilicio y como calificativo) Holga (Michelle Rodriguez) y de un grupo variopinto de pícaros y hechiceros a los que recluta a medida que avanza su derrotero hasta llegar a la gran batalla final contra la maga roja Sofina (Daisy Head), un dragón con sobrepeso y otras fuerzas del mal. La película va más allá de la aplicación mecánica de estos dispositivos y se encarga de potenciarlos con un ritmo narrativo que no decae y elevadas dosis de humor entre inventivo e irreparablemente idiota que no siempre da en el blanco, pero sí contribuye eficazmente a incrementar el carisma de los personajes. Como en Indiana Jones, muchos problemas son resueltos a través del bienvenido humor antes que con las reglas que se impone a sí mismo este mundo. Una escena en la que el protagonista malgasta torpemente las únicas cinco preguntas que puede formularle a un muerto tras un trabajoso trabajo de resurrección resulta especialmente efectiva. No solo no es necesario conocer nada de la extensa mitología de Calabozos y dragones para disfrutar de este film, sino que dada su inspiración recurrente en el cine de los 80, es probable que resulte incluso más atractivo para quienes nunca lo jugaron.
Si alguien tiene a su disposición un título como Cocaine Bear, ¿por qué desperdiciar la oportunidad de traducirlo como Oso Vicioso, tal como hicieron en España? ¿O directamente, por el más literal Cocainoso? ¿O el más metafórico Sartenoso? ¿Por qué no Pablo EscoBear? Cualquier opción parece mejor que Oso intoxicado, que exhibe una chatura que puede hacer creer a los potenciales espectadores que se trata de una película para ser tomada en serio. En los Estados Unidos, la idea delirante a la que alude el título original –y la contundencia cómica de su formulación– generó una expectativa y una viralización en redes que redundó en muy buenos resultados de taquilla. Insólitamente, se trata de un film “basado en hechos reales” como, por ejemplo, Masacre en Texas o El horror de Amityville. Aparentemente, a mediados de los años 80, un cargamento de cocaína fue arrojado por traficantes desde un avión sobre un bosque de Tennessee y terminó consumido por un oso, probablemente ingerido, dado que es improbable que el oso dispusiera de tarjetas de crédito u otros implementos para dar cuenta del polvo de otra manera. El oso murió envenenado y su cadáver fue exhibido en un centro comercial de Kentucky. Quizás ni hizo falta embalsamarlo. La película se queda con el concepto central de esta historia: cocaína-cae-del-cielo-y-oso-consume-cantidad-desesperante-de-dicha-sustancia. En el film, el efecto final no es su muerte, sino que la droga le da una ferocidad, una velocidad y una fuerza nunca antes vistas en la especie. Este oso adicto la lame, la come, la esnifa y, en una escena no exenta de poesía, se baña en una nube blanca de alcaloide, para inmediatamente matar a todo aquel que se interponga en su camino. La película abre múltiples líneas narrativas encabezadas por personajes que van confluyendo en las fauces del animal: una enfermera (Keri Russell) que pierde a su hija (Brooklynn Prince) en el bosque donde habita el oso; dos narcos (Alden Ehrenreich y O Shea Jackson Jr.) al servicio de un gánster (Ray Liotta, en su último papel) que rastrean el cargamento de droga; una pareja de guardabosques que ayuda en la búsqueda de la niña; un grupo de delincuentes menores que quedan involuntariamente envueltos con los narcos, y los dos policías que los investigan. El problema de las películas llamadas high concept –las que pueden ser explicadas en una exposición no más larga que un tuit–, suele ser que una vez que se presenta en la pantalla el “concepto”, el único lugar que les queda para dirigirse es hacia abajo. Tal como en Snakes on Plane o Sharknado, aquí el chiste se agota rápido, ¿cuántas veces puede ser gracioso un oso aspirando de un ladrillo de cocaína si el espectador no está haciendo lo mismo? Contra lo que puede imaginarse, este film (dirigido eficazmente por la también actriz Elizabeth Banks) no es una película barata para hacer dinero rápido sino que cuenta con un presupuesto considerable, una producción competente y un elenco mucho mejor del que es razonable esperar para una historia de este calibre. Sin embargo, estos mismos valores la ponen en una tierra de nadie: no pertenece a la categoría “tan mala que es buena”, no es un film bizarro, no es un thriller de terror porque el absurdo generalizado anula el susto, ni es tan graciosa como para ser plenamente una comedia, aunque estos dos últimos géneros son los que persigue sin alcanzar ninguno. Sin embargo, al menos en los Estados Unidos, conquistó a un sector del público y ya se habla de una secuela en la que, acaso, veamos el agravamiento de la adicción del oso y se llame Crack Bear. Aunque aquí, inevitablemente, llegará traducida como El oso es un campeón.
Los humanos secuencian el ADN de los dinosaurios y los clonan en el presente. Los humanos descubren que los dinosaurios sobrevivieron en una zona perdida e inaccesible de nuestro planeta. Los humanos viajan en el tiempo hasta la era de los dinosaurios. Los humanos y los dinosaurios conviven naturalmente en el período jurásico total qué sabe el público de paleontología. Estos “argumentos” pueden aplicarse a decenas de películas y delatan que las opciones para juntar a los reptiles más taquilleros de la historia con imprudentes exploradores con vocación de snacks están en proceso de agotamiento. El cine, igual, va buscando alternativas. Este film, escrito y dirigido por los guionistas de Un lugar de silencio (2018), nos dice que hace millones de años existió un planeta extrasolar al que sus habitantes llaman Somaris, donde vive una civilización idéntica a la humana, tanto que no solo domina perfectamente el inglés sino que hasta tiene a su propio Adam Driver. A pesar de que su desarrollo tecnológico les permite viajar entre las estrellas, los somarianos tienen los mismos problemas que los humanos del siglo XXI: la hija de una familia irreprochable sufre una enfermedad grave y el personaje de Driver -llamado Mills- debe tomar un trabajo extra para pagar las cuentas médicas. Este consiste en un viaje por el espacio profundo para transportar a un contingente de somarianos a otro sistema solar. Su nave, sin embargo, colisiona con asteroides no registrados y se estrella contra un planeta desconocido. Solo Mills y una niña de la edad de su hija sobrevivien al desastre. Este extraño planeta plagado de curiosas formas de vida vegetales y animales no es otro que la Tierra, 65 millones de años en el pasado, sobre el fin del período cretácico, más exactamente, unas 12 horas antes de que impacte el meteorito que provocó la célebre quinta extinción masiva. Se entiende el desgaste de las opciones para juntar personas con lucrativos dinosaurios, pero resulta insólito que, tras imaginar que los protagonistas podrían ser extraterrestres de un pasado remotísimo, hayan optado por hacerlos indistinguibles de un neoyorquino, en lugar de incorporar algún tipo de diferencia que juegue con nuestras expectativas y dispare situaciones inesperadas (corresponde reportar que aquí no hay muchas de esas). Más allá de esta premisa mal concebida, la película es una compilación de ideas de Jurassic Park (los velocirraptors justo atacan desde el lado inesperado, un rayo ilumina sorpresivamente al T-Rex más silencioso del mundo, etc.) sumadas a escenas “escalofriantes” que delatan una fiaca mental no vista desde la última reunión para tirar ideas en ShowMatch (corresponde aquí saludar a las arenas movedizas, que hacen un regreso triunfal). La trama de la película es minúscula: tras la colisión que destruye su nave, Mills descubre que un módulo de escape quedó intacto pero a unos 15 kilómetros de dónde cayeron la niña y él, de modo que, antes del inminente impacto del meteoro, deben atravesar un bosque lleno de criaturas. Los 65 millones de años se refieren a la edad geológica en la que sucede esta historia, pero cuando se puede prever todo lo que va a pasar se sienten más como la duración de la película.
El año pasado, el realizador Ti West (The House of the Devil) estrenó X, una película slasher que, además de los artesanales y sangrientos modos de matar característicos del género, presentaba poco comunes apuntes acerca de la depredación de la industria del espectáculo sobre las mujeres, el deseo sexual durante la vejez o el vínculo entre rubros en apariencia disimiles pero con mucho en común, como el porno y el terror. La producción de ese film, que acabaría obteniendo las mejores críticas de la carrera del director, debió detenerse debido a la cuarentena. En ese lapso, West y su actriz principal Mia Goth (Nymphomaniac) escribieron el guion de una precuela concentrada exclusivamente en el personaje de Goth, llamado Pearl. En verdad, la anciana Pearl, que alquila su granja a un grupo variopinto que quiere rodar una porno, es solo uno de los dos personajes interpretados por Goth en X; el otro es la joven aspirante a estrella Maxine, a quien estará dedicada la futura tercera parte que cierra una trilogía cuyos elementos en común son Mia Goth, el tema del ansia de fama por la fama misma, la historia de la pornografía y el horror. X transcurría a mediados de los años 70, cuando el cine pornográfico no era aún una industria sino la aventura de emprendedores no siempre vinculados a negocios enteramente legales, que operaban como cineastas independientes y a quienes podía aplicarse, un poco más metafóricamente, el célebre aforismo atribuido a Godard acerca de que lo único necesario para hacer un film es una chica y una pistola. El trailer de MaXXXine, la próxima entrega, indica que transcurrirá en los 80, con la llegada del video y la industrialización al mundo condicionado. Pearl, por su parte, lleva la historia a 1918, para narrar el “origen” de este personaje y los primeros episodios del derrotero del cine porno. Así como en X Pearl era una octogenaria asesina que no hubiera desentonado en la mesa familiar de Masacre en Texas, aquí, en cambio, es una joven que sueña con abandonar la granja en la que vive con una madre represora y un padre lisiado y triunfar como bailarina en la gran ciudad. Visualmente, ambas películas no podrían ser más distintas. Los tonos ocres y apagados de X, que remiten a una proyección de 16 mm, dejan lugar a los colores saturados del Technicolor: Pearl hace pensar en El Mago de Oz, si Dorothy se dedicara a mutilar a sus compañeros y Oz se pareciera al sótano de Norman Bates en Psicosis. Luego está todo lo que tienen en común: las referencias a ese film de Hitchcock y al citado de Tobe Hooper; la aparición del porno (aquí forzada, cuando un proyeccionista le muestra a Pearl una película “europea”) y el tópico de la búsqueda desesperada de abandonar la propia realidad para ingresar al mundo de fantasía del espectáculo. Sin embargo, todo lo que este film dice al respecto ya estaba puesto del mismo modo en la primera parte. Más que una precuela, Pearl se siente como un ejercicio actoral: algunos intérpretes necesitan conocer toda la historia de vida de un personaje para poder encarnarlo. Pearl convierte esa práctica exploratoria en una trama un poco redundante que parece pensada solo para el lucimiento de su protagonista. La actriz tiene la difícil tarea de representar a una homicida despiadada de modo tal que, al menos en una parte del film, estemos de su lado. Un largo monólogo registrado como en trance y en un único plano deja en claro que Goth está a la altura y le saca provecho a la oportunidad. Mayores dosis de gore hacen que esta película sea acaso más amena que su predecesora, pero también es una bastante más convencional.
En la escena más comentada de esta nueva película del exactor, guionista y director Todd Field (En el dormitorio, Secretos íntimos), la laureada conductora Lydia Tár (Cate Blanchett) -la primera mujer que dirige a la filarmónica de Berlín- dicta un seminario para aspirantes a directores en el prestigioso conservatorio Juilliard. Su monólogo pretencioso y narcisista que pasa por una clase, cargado de citas veladas (que van de Freud a Emily Dickinson) la lleva a discutir a Bach con un alumno llamado Max (Zethphan Smith-Gniest). Max afirma que “como una persona pangénero y BIPOC” -el acrónimo para el colectivo de las personas negras, indigenas y de color- no puede tomarse a Bach en serio. “Los compositores varones, blancos y cisgénero no me interesan”, agrega. “No estés tan ansioso por ser ofendido”, replica la conductora y, acto seguido, ironiza sobre las restricciones que las políticas identitarias pretenden imponer la creación artística. Tár le hace notar al alumno que, de acuerdo a sus convicciones, como persona BIPOC no está en condiciones de conducir la pieza de Anna Thorvaldsdottir que admira, dado que se trata de una mujer blanca. “El arquitecto de tu espíritu son las redes sociales”, concluye la conductora, justo antes de que el alumno abandone la clase. Este intercambio fue visto por algunos críticos como un desmonte extraordinario del absurdo de las políticas de género y la cultura de la cancelación y, por otros, como el intento regresivo y muy fallido de burlarse de tales cosas, naturalizando la humillación de un individuo racializado a manos de una persona blanca y poderosa, justamente la dinámica que las políticas de género intentarían prevenir. La escena -filmada en un extenuante plano secuencia de 10 minutos, sin una razón evidente más que el lucimiento de la actriz- es, deliberadamente, todo eso a la vez: una crítica a las políticas identitarias y la exhibición de un abuso. Aunque la película transcurre en el mundo elevado de la música clásica -predominantemente masculino-, no tiene tanto que decir sobre el arte o sobre el género de la talentosa directora de orquesta como sobre el uso y abuso del poder. Tal como la escena descripta, la presentación de este tema es conscientemente ambigua y está planteada como un problema más que como una lección moral. Lydia Tár presenta una característica cada vez más rara en los personajes del cine y la TV: es más de una sola cosa. “Cuando dirigí La consagración de la primavera me di cuenta de que todos somos capaces de cometer un asesinato”, dice ante una admiradora, “Stravinsky nos ubica en el lugar de víctima y victimario”. Tal parece ser el programa de la película. La premeditada vaguedad, las continuas elipsis del relato hacen que Tár no pueda ser fácilmente encasillada como una abusadora. Se sugiere que suele seducir a otras mujeres de menor rango en su ámbito laboral, pero a la vez resulta acosada por una de ellas, que padece un desequilibrio peligroso. Cuando intenta conquistar a una nueva y talentosa chelista rusa, ésta se muestra totalmente inmune a sus avances sin consecuencia alguna y Tár queda herida en más de un sentido. La película intenta mostrar a este personaje ficticio con el grado de complejidad de una persona real. Al mismo tiempo, se va despegando tenuemente del realismo: comienza como una falsa biopic para acercarse, en el segundo acto, a un inesperado relato de fantasmas. Un susto de proporciones dignas de David Lynch aguarda a quien logre descubrir en un primer visionado las casi invisibles siluetas que espían a la conductora desde las sombras. Si se trata de su acosadora, de un espectro o de una metáfora de la culpa de la protagonista es algo que, como muchas otras cosas, el film elige no definir. La interpretación de Blanchett, quien es candidata a su tercer Oscar por este rol, parece irremediablemente afectada: una actriz que actúa demasiado y nunca logra desaparecer en su personaje. Sin embargo, como deja en claro la larga primera escena -un reportaje público a la conductora-, Tár siempre está en un escenario, siempre está cumpliendo un rol, aún en la intimidad. Su identidad es una interpretación: el nombre Lydia Tár con sus reminiscencias de Mitteleuropa es falso, la conductora se llama Linda Tarr, que evoca a la mucho más prosaica Mittelamerica. Blanchett canaliza en su composición melindrosa esas múltiples capas de realidad. Las mismas que ofrece esta película atípica, tan pretenciosa, desconcertante y difícil de encasillar como su personaje protagónico.
Desde 2010, James Cameron está trabajando en la secuela -las cuatro secuelas, más precisamente- de Avatar. Por la misma época comenzó también a diseñar la atracción basada en el film que se encuentra en el parque Animal Kingdom de Disney World Florida. Se puede pensar, en consecuencia, que el realizador vivió buena parte de los últimos 12 años en Pandora, la luna donde transcurre esta saga. Considerando el tiempo que le toma cada película, es probable que para completar las otras tres partes anunciadas pase allí el resto de su carrera. No es de extrañar, entonces, que haya decidido llevar consigo todos sus juguetes favoritos, como los exoesqueletos robóticos y las armas de Aliens, los moluscos luminosos de El abismo, las maquinarias monstruosas del futuro de las Terminator y hasta una embarcación desmesurada que se hunde tras dar una espectacular vuelta de campana. También recupera aquí a algunos de sus intérpretes preferidos como Sigourney Weaver, quien regresa con un lifting digital que la devuelve a la adolescencia, y Kate Winslet, aunque oculta y desaprovechada tras su máscara de animación digital. Pandora es, literalmente, el mundo de James Cameron: una especie de parque temático personal donde puede jugar con lo que más lo cautiva del cine. La historia es esencialmente la misma de la primera parte: Jake Sully (Sam Worthington), ya asimilado como habitante de Pandora (la idea del avatar está casi descartada en esta nueva Avatar) y acompañado por su familia formada por la princesa guerrera Neytiri (Zoe Saldaña) y sus cuatro hijos, defiende a su raza y hogar adoptivos de la corporación humana que representa la codicia infinita, el desprecio por la armonía de la naturaleza y la muerte. Antes de volver a enfrentar este destino, Jake y su familia abandonan los bosques donde vivían y escapan hacia islas tropicales en el océano donde los protagonistas vuelven a ser, precisamente, peces fuera del agua. Otra vez deben aprender las costumbres nativas, mientras Cameron se toma su tiempo para mostrarnos con detalle este nuevo aspecto del planeta que, sin embargo, no es tan distinto del que nos presentó originalmente. El fondo del mar, con sus criaturas fosforescentes, sus depredadores imparables, su frondosa vegetación submarina, en fin, con esa exuberancia de la vida que caracteriza a Pandora y que, gracias al perfecto 3D, parece saltar de la pantalla, luce igual al ecosistema que ya conocíamos, solo que con un mayor porcentaje de humedad. La razón por la que Cameron tardó doce años en completar este film es que tuvo que desarrollar la tecnología para mostrar lo que quería. La forma habitual de realizar la captura de movimiento para generar personajes digitales en escenas submarinas es colgar a los intérpretes de alambres y luego agregar su entorno acuático a través de imágenes generadas por computadora. El realizador consideró que el movimiento obtenido de este modo se veía falso y se concentró en crear los medios hasta entonces inexistentes para realizar la captura de movimientos bajo el agua. Si bien esto indudablemente es una proeza técnica, resulta invisible: en la pantalla, los personajes se ven tan irreprochablemente reales como en el primer film. En suma, a diferencia de las películas más veneradas de Cameron, esta secuela de Avatar no muestra algo que no hayamos visto antes. Cameron suele operar con los tropos más clásicos del cine, por eso sus historias parecen cuentos infantiles. Avatar es un poco Pocahontas, un poco FernGully y, en este caso, también un poco Liberen a Willy. La trama no es el lugar para buscar novedad. Ademas, la narración resulta aquí un poco más errática que de costumbre y tras un primer acto en el que se establece que la película va a tratar sobre la explotación colonial de Pandora por los humanos, este tema se abandona por completo a lo largo de un prolongado segundo acto concentrado en las nuevas circunstancias de los protagonistas y en el desdén humano ante la vida de otras especies. Tampoco se retoma en el tercero, que se ocupa de la venganza personal de un villano que regresa. Desde luego, hay tres secuelas más para volver sobre todo lo que ésta deja en el aire. Como ocurre con la audición humana, con los años el oído de Cameron para el diálogo tampoco mejoró y los intercambios entre los personajes suelen ir de lo funcional a lo incómodo. Todo esto no quiere decir que esta película de 192 minutos no resulte brutalmente entretenida, ni que Cameron haya dejado de ser el mejor realizador de escenas de acción del cine actual. El intenso clímax resulta tan imponente y sobrecogedor como los más deslumbrantes de su obra. Cuando Avatar 2 pone en pausa la contemplación boquiabierta de su propio mundo y sus buenas intenciones ecologistas y antiimperialistas y se enfoca en la acción, se vuelve cine puro. Dado que la primera parte de la saga se mantiene desde su estreno como la película más vista de la historia, no hay razón para querer arreglar algo que no estaba roto. Sin embargo, considerando los antecedentes del realizador y las expectativas generadas por todos los anuncios de la última década, era lícito esperar lo inesperado. Quizás Cameron se lo esté guardando para alguna de las próximas secuelas.
Amenaza explosiva es una película “high concept”, esto es, un film con una premisa simple pero intrigante que puede ser presentada en apenas una línea. Por ejemplo: un psicópata conecta una bomba al velocímetro de un colectivo repleto de pasajeros que explotará en el momento en que baje de los 60 kilómetros por hora. 30 millones de dólares más tarde, esto se convirtió en Máxima velocidad. En el caso de este film, el concepto no es enteramente distinto: mientras lleva en auto a sus dos hijos a la escuela, un ejecutivo bancario recibe una llamada que le revela que bajo su asiento hay un explosivo que estallará a menos que, sin bajarse del auto y sin revelar a nadie la situación, junte cuatro millones para entregarlos como rescate. Aun sin saber nada del film español El desconocido (2015) del que éste es una remake, la idea madre es tan familiar que parece que ya vimos esta misma película. La imposición de que un film de 90 minutos o más sea construido sobre un enunciado de 20 palabras o menos parece orientada a un público infantilizado que no demanda más que evasión pero también obliga a los realizadores a afinar su lenguaje fílmico para sostener el interés en medio las limitaciones impuestas por el “concepto”. Esto último se verifica a medias en Amenaza explosiva, que muestra escenas de acción bien realizadas y bien editadas (tal era la especialidad del realizador Changju Kim antes de pasarse a la dirección) aunque a veces las acciones del personaje central no resulten las más lógicas dada su situación. También la resolución parece forzada: la potencia inicial se va diluyendo con los minutos porque, tal como solemos descubrir en cada uno de estos films, imaginar una premisa con gancho resulta más sencillo que sostenerla y cerrarla de modo satisfactorio.
Muchas de las obras de Alex Garland incluyen, dentro de una trama de género, la propuesta de un debate. Ex Machina se interroga sobre el derecho a la independencia de una inteligencia artificial. La serie Devs -con la que la película mencionada constituye un díptico, “devs ex machina”-, amplía la pregunta y se plantea si el género humano está irrevocablemente determinado o tiene algún grado de libertad. Este nuevo film, en cambio, en vez de usar un género popular para elaborar una polémica interesante, expone una opinión; no una pregunta sino la respuesta a una pregunta. Esta aseveración para nada matizada del film es “la masculinidad siempre es nociva para las mujeres”. Harper (Jessie Buckley) decide pasar unos días en una casa de campo para recuperarse de una experiencia traumática. En flashbacks se nos revela que su marido es manipulador, abusivo y eventualmente violento. Hasta la extorsiona con la amenaza de un suicidio. Al igual que en otras películas de Garland, como Aniquilación o La playa, la naturaleza resulta un lugar a la vez idílico y amenazante. El campo inglés, fotografiado con colores iridiscentes por Rod Hardy, es presentado aquí como un jardín edénico que recibe a Harper con un manzano del que ella prueba un fruto. Roto el estado de gracia por este acto, aparece Geoffrey, el primero de la media docena de varones que desfilan por el lugar. Todo ellos están interpretados por el mismo actor, Rory Kinnear, con diferentes capilaridades, algo que da al film un tono ambiguo: queda en algún lugar entre la metáfora, la lógica onírica, la sátira y el sketch cómico de TV. A la vez, es la puesta en escena no muy elaborada de un lugar común: los hombres son todos iguales. Cada uno de estos individuos encarna un tipo de masculinidad, siempre patriarcal y destructiva. Así, Geoffrey es el tímido pasivo-agresivo, luego aparecen el sacerdote que culpa a la víctima, el policía que desestima la denuncia de una mujer, el adolescente que la denigra y también otros caracteres más inclasificables y esotéricos cuando la película empieza a despegarse del mundo “real”. Tras un primer acto en el que se siembra la extrañeza, ingresamos de lleno en el llamado horror folk, esa variante del terror inglés que recurre a la persistencia de ritos y figuras del paganismo, en este caso, el “Hombre Verde” y Sheela Na Gig, vinculados con la sexualidad y la fecundidad. Una vez que la historia revela sus cartas no tiene mucho más que decir, dado que está enfrascada en ejemplificar su tesis. En todo caso, resultaría más original o productivo problematizarla, en vez de martillar sobre el mismo concepto. El tercer acto, en el que el folk horror muta en body horror, reserva escenas impactantes, pero acaso demasiado exhibicionistas para expresar la ocurrencia de que estos hombres son avatares de lo mismo, algo que ya estaba claro desde el momento en que tienen todos la misma cara. Si Garland hubiera seguido con su costumbre de polemizar con la doxa en lugar de dócilmente confirmarla habría elaborado un film mucho más rico.