Las comparaciones son odiosas, pero cuando se trata del subgénero de exorcismos es imposible no poner como ejemplo a El exorcista (1973), la obra maestra de William Friedkin, quien inauguró y agotó el subgénero con una sola película: allí están sentadas las bases, perfeccionados los lugares comunes y abordados con seriedad los temas teológicos, morales y filosóficos. Es una película inabarcable y completa, aprobada con cinco estrellas tanto por Dios como por el Diablo.
Con este inevitable y tremendo antecedente, lo que se puede decir a favor de El exorcista del Papa, la película en la que Russell Crowe interpreta al padre Gabriele Amorth, el exorcista oficial del Vaticano (hasta su muerte en 2016), es que transita los tópicos del subgénero con cierta convicción y se permite algunas innovaciones en la historia, aunque abusa del formulismo y los efectos especiales en el tramo final.
El director Julius Avery se basa en dos libros de Amorth que narran sus experiencias como exorcista para hacer algo profesional y entretenido, logrando algunas escenas que sugestionan y otras en las que se luce el corpulento Crowe, cuyo personaje no para de tirar chistes que distienden la trama. Sin dudas, el carisma del actor salva una película llena de giros y recursos trillados.
La primera media hora es muy interesante, es decir, cuando se presenta al padre Amorth y a la familia que será víctima de la posesión: Julia (Alex Essoe), la madre que perdió al marido, y Henry (Peter DeSouza-Feighoney) y Amy (Laurel Marsden), los hijos adolescentes, quienes se mudan a una antigua abadía en España con un oscuro pasado que se remonta a los tiempos de la Inquisición. Es en este tétrico lugar donde el pequeño Henry será poseído por un poderoso demonio.
En el prólogo vemos cómo Amorth despliega su método y sus trucos para exorcizar. Allí se ve una relativa incredulidad en el padre, pero su fe es inquebrantable y sabe que, aunque no todos los casos son exorcismos, el Mal existe y hay que tener cuidado. Crowe es un actor con mucha presencia y dominio del plano, y aporta diálogos graciosos mientras respeta los clichés del guion.
El jefe de Amorth es el papa, interpretado por el legendario Franco Nero (si bien no se dice, el personaje es el de Juan Pablo II, ya que la película está ambientada en la década de 1980), quien le designa el caso de Henry y le asigna como ayudante al joven e inexperto padre Esquibel (Daniel Zovatto), quien cumple como secundario en la lucha contra el demonio de turno.
El problema es que no queda clara la posición de la película. Al comienzo, Amorth se enfrenta a un comité eclesiástico que le recrimina ciertos procedimientos indebidos, y da a entender que es la Iglesia la que imagina al Diablo. El padre no habla en términos de “demonio”, sino que se refiere al “Mal”, y les dice que el 98 por ciento de los casos no fueron exorcismos, y que el 2 por ciento restante se trata de casos complejos.
Sin embargo, en los últimos minutos Amorth sostiene que las atrocidades cometidas por la Inquisición fueron ejecutadas por el Diablo, y no por quienes estaban al frente de la Iglesia. Lo cual hace que sea una película conservadora y cómplice, que no se decide si ser una ficción basada en hechos reales comprometida o un entretenimiento sin rigor histórico.