Un joven fotógrafo vive en una pensión con tres inquilinos y su dueña. Una noche es llamado para fotografiar a la hija de una familia adinerada del pueblo, la cual acaba de morir (a pocos días de haber contraído matrimonio). La madre desea conservar la última imagen de su hija.
Cuando, arriba a la casa, se encuentra con ella vestida como una princesa y sonriendo como una bella durmiente en una de sus tres tomas ella abre los ojos, lo mira y lo hechiza. Lo encanta.
Este será el comienzo de una mágica y a la vez desesperada historia de amor que transcurre en Douro, donde en 1931 Oliveira dirigiese su primer corto describiendo una jornada de trabajo de los pescadores en las riberas del Duero. Revelando su adhesión a las vanguardias europeas y a la influencia que ejercían en él directores como Robert Flaherty y los documentalistas soviéticos.
Oliveira siempre entendió al cine como una manifestación moderna, indispensable y necesaria, y en éste, su film número 23 y a los 102 años (casi los mismos años que la historia del cine) es probable que haya querido rendir una especie de homenaje a los amores de su vida, al cine claramente, y de alguna manera despertar al Olvido rescatándolo desde una planificada inocencia.
Con una maravillosa banda de sonido compuesta por dos sonatas de Chopin acompañadas de múltiples referencias literarias, que aluden a José Regio, a quien adaptó en Mi caso(1987), la historia avanza mágicamente, mientras reflexiona sobre la naturaleza del arte y sobre la complejidad del “ser humano”.
Atemporalidad, hermetismo y teatralidad son las características de un film donde Isaac, su protagonista principal sale desesperado de su habitación para fotografiar a los labradores que con sus picos en las manos abren surcos en la tierra, y luego cierra la serie con una foto de cada uno de ellos a modo de documentar/l una tarea ancestral, que ya ha sido sustituida por las máquinas, en el mismo lugar en que Oliveira fotografiase a los pescadores.
A medida que avanza su amor y ergo su obsesión por Angélica, su ensimismamiento se acrecienta, y solo calma su angustia cuando sobrevuela la ribera del Duero con su amada en los brazos. Dicen que el amor es ciego, y que la locura lo acompaña, y esto suele tener mucho de cierto, en todas las realidades.
El extraño caso de Angélica es una reflexión, por momentos muy teatral, (como todo el último cine de Oliveira) sobre lo verdadero y lo falso y sobre la realidad y la fantasía.
En los diálogos de los personajes de la pensión hay algunos intentos de racionalizar lo fantástico mediante la ciencia, el saber común, el chismorreo, la filosofía, pero son absolutamente rudimentarios de ex profeso, como la cita de El hombre y su circunstancia de Ortega y Gasset o el dicho:“Yo no creo en las brujas, pero que las hay… las hay”.
Estos en su aparente ingenuidad ponen en evidencia todo el tiempo la ruptura de un orden conocido. Orden que el personaje también se cuestiona por momentos en su desesperación por apresar lo inasible.
La mirada, la sonrisa, el mágico vuelo por el río, el ingreso a la habitación, donde las manos apenas se rozan recuperan el tono lúdico de los primeros films que transitaron el género de George Melies en adelante.
102 años, un retorno a la topografía de su primer corto, un increíble deseo de seguir soñando, creando y filmando con una imperturbable fidelidad a si mismo. Y una historia de amor que subvierte el orden de lo real. Aquel que todo el tiempo se enfrenta y convive con la conciencia humana: con sus necesidades, sus contradicciones, y su desesperación.