La revelación
Un fotógrafo se obsesiona con un retrato en el nuevo filme del portugués Manoel de Oliveira.
A las 5 de la mañana, bajo la lluvia, un hombre sale con urgencia a buscar un fotógrafo. Una mujer, la Angélica del título, acaba de morir y la familia –una de las más ricas de la zona- desea sacarle unas últimas fotografías antes del entierro. El único fotógrafo al que encuentran es un joven judío (la familia de la difunta es cristiana, devota) al que le gusta hacer “las cosas a la antigua”. Tanto su vestimenta como su tecnología lo hacen parecer venido de otros tiempos.
Angélica (Pilar López de Ayala, la misma actriz española que protagoniza Medianeras ) ha sido acomodada, en un sillón, inmaculadamente vestida y sonriente. Cuando Isaac intenta sacarle una foto, ella cobra vida y le sonríe, una y otra vez, mirando al lente. Es algo que sólo él ve (o cree ver), pero que lo cambiará para siempre. Encima, al volver a su casa, revela las fotos y al colgarlas frente al balcón, la bella Angélica le sigue sonriendo, “viva”, desde el papel.
El asunto comenzará a afectar a Isaac, que se va volviendo cada vez más ensimismado y ajeno a lo que pasa a su alrededor, para preocupación de la dueña de la pensión en la que habita. Mientras sigue sacando fotos a obreros trabajando, Isaac comienza a tener alucinaciones cada vez más fuertes, en las que Angélica sigue siendo una figura central. Y así, hasta alejarse cada vez más del mundo de los “mortales” y empezar a vivir una inexplicable relación con ese “fantasma”.
Con un guión que escribió en los años ’50 –pero que recién ahora hace a causa de la necesidad de ciertos efectos especiales-, el realizador de 102 años involucra mansamente al espectador en este juego misterioso que es más una exploración cinematográfica que un drama psicológico. La cámara sigue a Isaac mientras escucha conversaciones sobre energía (“cuando la materia y la antimateria se dan un abrazo”, dicen por ahí), brujería y maldiciones, va a sacar fotos a iglesias y lugares religiosos, acompaña a los trabajadores en el campo o, simplemente, se queda extasiado mirando las fotos de Angélica.
Manoel de Oliveira filma ese encantamiento, esa devoción, ese extraño amor que nace entre un hombre extranjero (en todo sentido) y una mujer muerta, como si Vértigo de Hitchcock pudiera mezclarse con un drama religioso europeo de los años ’50. Sin prisas (los tiempos narrativos del portugués son calmos, los parlamentos de los personajes precisos y pausados), pero involucrando al espectador en esa fascinación (que es también la fascinación por el cine, por la magia de las imágenes y sus fantasmas), el infinito De Oliveira entrega una de sus mejores y más accesibles películas. Una delicia más que bienvenida en la pobre cartelera cinematográfica actual.