Hay belleza más allá de la muerte
La película del director lusitano de 103 años retoma un antiguo guión de los años 50 para contar la historia de un fotógrafo que se encuentra de casualidad en la situación de retratar a una joven muerta poco después de su casamiento.
Fue el director portugués Manoel de Oliveira quien dirigió en 1997 a Marcello Mastroianni en su último film, Viaje al principio del mundo, suerte de itinerario sentimental pensado como un flashback sobre una reconstrucción autobiográfica ambientada en tierra lusitana. Hoy, a sus casi 103 años, este realizador que nos sigue sorprendiendo, tras los pasos revisitados por su admirado y amigo Luis Buñuel en Belle Toujours nos acerca una obra basada en un antiguo proyecto que alguna vez, allá a mediados de los años 50, esbozó como guión y que, luego, tras largas vacilaciones, dejó en suspenso.
La obra de Manoel de Oliveira se inscribe en cuadernos de notas que siguen de cerca tanto la espera como la obsesión amorosa, la fijación del deseo y los amores que se proyectan más allá de ciertos límites. A lo largo de sus más de cuarenta largometrajes, sus films se nos van abriendo como enigmas que marcan fisuras, espacios que se van conectando con lo insospechado, como lo viven los protagonistas de uno de sus films más cautivantes, El convento, de 1995, en el que John Malkovich, en tanto un erudito profesor en letras, viaja con su mujer, rol que interpreta la Deneuve, de París a Lisboa, con el fin de investigar, en una antigua biblioteca, sobre el supuesto origen español, y no inglés, de William Shakespeare.
Para el film que hoy comentamos, que se ha estrenado de manera simultánea en el Cine Del Centro con algunas salas de Buenos Aires. Oliveira ha elegido el formato del cuento fantástico, el que nos remite a la tradición del siglo XIX, a ese mundo de ensoñaciones y fantasmas. En El extraño caso de Angélica su realizador libera como si de un perfume sutil se tratase una atmósfera que se mueve entre la melancolía y la sospecha, que nos alcanza por igual si podemos llegar a aceptar ese momento de captura que ese joven, Isaac, de origen judío sefaradí, comienza a experimentar en los primeros minutos del film.
Y es que esta historia se abre ya entrada la noche, frente a una casa de fotografías, bajo la lluvia. Allí, en una noche de 1952, un auto se estaciona y alguien desciende del mismo para solicitar la presencia urgente de un fotógrafo. Hay una inminencia por retratar un último instante, por retener un último gesto, por atesorar su última mirada. Pero esa noche, el fotógrafo de ese lugar ha viajado. Y se vuelve todo un imperativo tratar de localizar a otro.
Será entonces ese joven, Isaac, que se encuentra en ese lugar cercano a Lisboa trabajando en una actividad industrial (en el original, se acentuaba más el carácter de ser él un sobreviviente del holocausto nazi) quien con su cámara se acerque a la finca de una ilustre y reconocida familia del lugar; allí, en una comarca muy vecina, tras los consejos oportunos de la dueña de la pensión en la que se aloja, junto a algunos otros pasajeros que se irán conociendo a través de sus conversaciones.
De aspecto taciturno, Isaac, reservado y solitario, con su cámara ingresará a un escenario de vestiduras negras y rostros compungidos que le orientarán el camino hacia el lugar donde yace el cuerpo de una joven llamada Angélica, fallecida pocas horas después de su boda. En ese clima, por momentos detenido en un aire espectral, Isaac, interpretado por Ricardo Trèpa (el nieto del propio realizador) se irá acercando a ese rostro que en algún momento, y tras su mirada detenida, prolongada, le sonreirá.
Esa sonrisa inicial, momento de la captura amorosa, pasará a ser el motor, móvil y guía de sus horas. Guiado por esa imagen de gran realismo que comienza a presentarse fotográficamente en color y en evanescentes formas de blanco y negro, su Angélica lo acompañará en fugaces pero eternos momentos; marcando siempre ese tiempo de espera que se mueve entre recortados escenarios que dibujan un espacio sacralizado por la fuerza del amor.
La mirada del fotógrafo igualmente se posa de manera casi documental, como testigo de su propio tiempo, en ese lugar de bisagra entre lo antiguo y lo moderno, sobre la labor de los campesinos, a quienes retrata de una manera optimista celebrando su diaria presencia. Y del mismo modo, Oliveira nos hace llegar toda una serie de reflexiones, de puntos de vista a través de los que pueblan la mesa de la pensión, sobre distintas temáticas que alcanzan a comentarios que se juegan en diferentes campos, como los que se libran entre los puntos de vista sobre el encuentro de la materia y la antimateria.
Deliberadamente anacrónica en algunos pasajes, en ese intento de hacer jugar el momento de la escritura del guión y de la realización, de proyectar temporalmente esta historia de amor, de traernos a la memoria su primer film documental a través de este nuevo registro sobre el trabajo de los campesinos, tal como el lo había hecho en Douro, actividad fluvial, del 31, El extraño caso de Angélica anima las páginas del ideario de los surrealistas a partir de una historia de amor fou, de ese amor loco, que va más allá de la muerte, que no reconoce fronteras, que está más allá de cualquier calendario y de cualquier censura, barrera, obstáculo.
En ese mundo fantasmal que el personaje siente habitar, tal como si de un film de Georges Meliès se tratara, El extraño caso de Angélica abre a otra dimensión desde una fotografía que alcanza a la misma habitación de Isaac, retratada fijamente en numerosas oportunidades en el film. Y aquí escuchamos, ahora, la voz de Oliveira: "Me gustaría explicar que entre una foto fija y un plano fijo hay una enorme diferencia. Y que cuando no ocurre nada, también ocurren miles de cosas".