EL MAESTRO Y SUS CIRCUNSTANCIAS
El incansable hombre de las tres cifras sigue filmando y el resultado en esta ocasión es una objeción lúdica y vital al desprecio y consideraciones similares acerca de la vejez y las potencias creativas perteneciente a ese estadio de la vida.
“No recuerdo si cité a Spinoza o a Ortega y Gasset a propósito de Singularidades de una chica rubia, pero lo cierto es que Ortega y su idea de «El hombre y sus circunstancias» está siempre presente, en cada momento de nuestras vidas”, decía De Oliveira, hoy con 101 años y aún hiperactivo, en una entrevista reciente. Las circunstancias de El extraño caso de Angélica son, como su título lo indica, extrañas.
A la medianoche, mientras llueve torrencialmente, un hombre pide por un fotógrafo. La mujer del fotógrafo le informa que su marido regresa mañana. Un transeúnte observa la situación y sugiere un reemplazo. El elegido es un tal Isaac, un portugués sefardí, que debe fotografiar a las 3 de la mañana a la joven Angélica, una joven bellísima que, como informa una monja sorprendida y casi molesta por el nombre del fotógrafo, fue una católica devota.
La oscuridad domina el ambiente, aunque De Oliveira parece tomarse la muerte con gracia y liviandad, de tal modo que cierto tono jocoso atraviesa el clima plañidero, pues concebir y decidir la iluminación en función de inmortalizar a la muerta es como mínimo una situación burlesca. El bellísimo cadáver parece reírse; tras una primera foto, antinaturalmente, la mujer, de hecho, sonríe mirando a cámara. Si es una distorsión psíquica y perceptiva del fotógrafo (que de ahí en adelante se comportará de forma extraña para la dueña del departamento que éste alquila), o si se trata de una historia de amor secreta entre un fantasma y un mortal, es irrelevante; De Oliveira ensayará una respuesta abierta, pues esta meditación sobre el misterio de la existencia (y el cosmos) y sobre el misterio de la fotografía (y el cine) es comandada por una libertad absoluta que no necesita de certezas para convalidar una mirada filosófica sobre las cosas, el mundo y nosotros en él.
En esta ocasión, De Oliveira va más allá de su ostensible inquietud civilizatoria. Una conversación entre vecinos durante el desayuno opera como una invocación cósmica y una evocación del carácter precario del conocimiento (y la gesta civilizatoria). Algunos personajes discuten el concepto de materia y de antimateria. Los jinetes del apocalipsis devienen en siete mosquitos: la cita teológica se transfigura en un dato ecológico. Pensar en las circunstancias como organizadoras del cosmos es inquietante.
El extraño caso de Angélica es mucho más que una historia de amor entre un hombre y una mujer; es una historia de amor entre un hombre de 101 años y nuestro mundo. Así, en una noche americana (quizás se trate de un sueño, quizás se trate de una dimensión desconocida) dos cuerpos burlan la gravedad y danzan sobre ese elemento antiguo llamado éter. A esta fantasía metafísica, De Oliveira la compensa y la yuxtapone con una celebración casi proletaria de la inmanencia de todas las cosas: los agricultores trabajan la tierra, doblan sus espaldas, transpiran y cantan. La tierra es el límite. Con ese paisaje telúrico De Oliveira concluye su película. La voz campesina parece afirmar el carácter materialista del mundo. Pero los fantasmas tal vez existen, y de ser así son ciudadanos de un mundo invisible, quizás inmaterial, a pesar de su inverosimilitud; una elegía materialista y metafísica, una verdadera obra maestra.