A través de amplios territorios nevados, un tren avanza silenciosamente por los frecuentes y oscuros túneles. Secuencia de títulos mediante, esta primera escena también muestra aquello que un ingeniero ferroviario llamado Horten (Baard Owe) ve todos los días desde hace cuarenta años. Forzado a retirarse de su trabajo, este paisaje cotidiano está a punto de tener su reemplazo en las frías y desoladas esquinas de la ciudad, donde lo absurdo se vuelve tan habitual como los individuos solitarios que noche a noche transitan por sus rincones en busca de alguna aventura.
En el enigmático presente de este personaje es que Hamer construye un relato que consigue convertir la frialdad típicamente nórdica en un escenario de magia y calidez, así como también la vejez y la soledad de sus protagonistas no logran emanar más que gracia y vitalidad. Con un humor siempre ruidoso y visible irrumpiendo constantemente en el plano, y lo dramático apenas sugerido en algún fuera de campo y/o desde un ángulo lejano (la ambulancia llevándose al amigo de Horten, muerto a su lado mientras manejaba el auto con los ojos vendados), la película de Hamer parece haber situado su punto de vista en el lugar exacto entre el drama y la comedia, tanto desde lo técnico (casi no hay primeros planos, por ejemplo) como desde lo estrictamente narrativo. Grandes cantidades de años junto a otras más de nieve pueden ser la más simple fórmula de la melancolía, tanto como grandes rostros con melodías de fondo podrían serlo para el drama. Pero si bien El extraño Sr. Horten pareciera no esconder el componente trágico en su ADN, no hay desgracia que le gane suficiente terreno al humor.
Pudiendo sólo reprocharle algunas situaciones de una cierta artificialidad, como la del hombre que repetidamente entra a la farmacia para pedir fósforos con la excusa de haberlos perdido, la película aúna entretenimiento y emoción sin golpes bajos, con inteligencia y sin abandonar la sencillez, con magia pero sin caer en el absurdo superficial.
Horten toma los esquís de su fallecido amigo y se dirige a la montaña. Es de noche y las luces de la ciudad brillan a lo lejos. Aunque no es esquiador, está decidido a tirarse por esa pista. Cuando lo hace, la cámara nos deja sólo ante la vista de la ciudad, mientras los sonidos de Horten bajando a toda velocidad por la montaña nos hacen temer lo peor. Fundido a blanco: otra vez el tren, los túneles y la nieve. Drama, solemnidad, ¿traición del director de último momento? Para nada, pues todavía queda una escena más: sí, Horten aún sigue allí, y está vivito y coleando.