Berlín, 1942. Una ciudad y una fecha que remiten inmediatamente a la Segunda Guerra Mundial, quizás el hecho histórico que más ha nutrido las usinas creativas del cine de Europa y los Estados Unidos, ya sea para recrear sus batallas como para indagar en las penurias sufridas por los civiles que vieron cómo sus vidas se transformaron para siempre.
En este último grupo se encuadra El falsificador, cuarta película de la realizadora y guionista germana Maggie Peren, en la que las bombas y las sirenas antiaéreas operan como telón de fondo, como un fuera de campo que adquiere la forma de banda sonora constante de las aventuras de su joven protagonista.
Ese muchacho se llama Cioma Schönhaus (Louis Hofmann, el Jonas de la serie de Netflix Dark) y es un judío de 21 años que trabaja en una fábrica de municiones hasta que descubre un particular talento para falsificar documentación oficial y, con ello, adoptar distintas identidades y evitar caer en manos de los nazis. Una suerte muy distinta a la que corrió su familia deportada y con sus bienes a punto de ser confiscados por la Gestapo, como demuestran las fajas de seguridad colocadas en las puertas de sus habitaciones.
Mientras la guerra recrudece en el exterior –se trata de una película filmada íntegramente en interiores– Cioma entabla una relación amorosa con Gerda (Luna Wiedler), quien opera como faro moral del relato. Lo llamativo es que él nunca parece tomar verdadera conciencia de la tragedia.
Peren lo presenta como un joven entusiasta y por momentos ingenuo, pero dispuesto a todo con tal de salvarse incluso cuando el engaño empiece a derrumbarse. La idea de que en ningún momento de los varios meses que abarca el relato se preocupe por la desaparición de su familia puede interpretarse como una característica propia de su personalidad algo ajena a su contexto, o un fallo central de un guion excesivamente parlamentado a la hora de construir un verosímil creíble.