Al final, las ballenas asesinas eran tiernas
En esta coproducción hispano-argentina, la historia, los diálogos y las actuaciones no están a la altura de los paisajes y los cetáceos.
El español Gerardo Olivares se caracteriza por dar en sus películas un lugar preponderante a la Naturaleza y los paisajes exóticos. Lo hizo en una veintena de documentales de viajes para cine y televisión, y también en sus cinco ficciones: las tres últimas –Entrelobos, Hermanos del viento y esta, El faro de las orcas- constituyen, además, una trilogía sobre la relación entre el hombre y los animales. Inspirada en la historia real del argentino Roberto Bubas (es una adaptación de su libro Agustín Corazonabierto), aquí explora el vínculo entre un guardafauna de Península Valdés, las orcas y un chico autista.
Joaquín Furriel es Beto, ese hombre hosco que vive en medio de la nada, en un acantilado al borde del Atlántico, con un caballo y los cetáceos como ocasional compañía. Un día caen a su cabaña una mujer (Maribel Verdú) y su hijo autista, llegados de España: viajaron porque el niño reaccionó al ver a Beto en un documental sobre las orcas, y ella cree que el contacto con esos bichos puede ayudarlo. No hace falta mucha perspicacia para adivinar lo que sigue.
Filmada en Chubut y las Canarias, los escenarios naturales son lo mejor de la película, así como las impactantes escenas en las que aparecen las orcas –reales o creadas por computadora-, jugueteando tiernamente o devorando sin piedad lobos marinos. Estas secuencias contrastan con la historia, que no está a la altura y termina pareciendo una excusa para mostrar la inmensidad patagónica y la fauna marina.
Se supone que debemos emocionarnos con la evolución del chico, las dificultades de su madre y la sensibilidad del guardafauna, pero eso no sucede. La trama transita por lugares comunes, muchas de las situaciones están forzadas, y tanto los diálogos como las actuaciones son demasiado acartonados: todos esos elementos impiden que el gran objetivo de la película –conmover- se cumpla.