Una historia de códigos compartidos.
La película de Gerardo Olivares tiene como protagonistas a un guardafauna ermitaño, una madre española, su hijo con autismo y una orca entrañable. En la relación de los personajes hay una dosis de verdad que trasciende la mera suma de tópicos gancheros.
Como se sabe, el cine industrial suele construir sus historias apelando a fórmulas dramáticas y “pernos” narrativos, que bien ajustados permiten, se supone, hacer andar la máquina. Pero un relato cinematográfico no es una máquina inhumana: para no bajarse y tomarse otro, el espectador necesita creer que en ese rodado viaja gente de veras. No es lo mismo gente que actores: actores pueden ser simples muñequitos al servicio de ideas, guiones, tramas o efectos especiales. En la pantalla tiene que haber gente en la que el espectador pueda proyectarse: el cine es un fenómeno de proyección.
Últimamente, algunas películas industriales logran traspasar el carácter inhumano que de por sí define a esa clase de cine. El de El faro de las orcas es un caso, con la particularidad de que ese traspaso se da en el curso mismo, dejando ver las dos versiones: la maquinal y la que no lo es. Los pernos de esta coproducción hispano-argentina –basada en una novela y dirigida por el andaluz Gerardo Olivares– son Beto, un ermitaño guardafauna de Península Valdés (Joaquín Furriel), Lola, una bonita española (Maribel Verdú) y el hijo de ésta, un niño de once años llamado Tristán, que padece de autismo (Quinchu Rapalini). Lola ha viajado estos 16.000 km junto a Tristán porque viendo en televisión un documental en el que Beto jugaba con unas orcas, detectó en su hijo una emoción inusitada, y tiene esperanzas de que el contacto con esos cetáceos permita su curación.
Todo está preparado para encajar: el guardafauna buenmozo y solitario, la bella mujer separada, la posibilidad de curación de un mal grave, siendo el cine tan afecto como es a toda forma de superaciones, segundas oportunidades y curaciones, y hasta la orca amiga de Beto, que acude presta al llamado de su armónica (¡como si fuera el fiel alazán de algún cowboy!), para dejarse acariciar por su “amigo costero”, como el propio Beto se denomina (¿son en verdad las orcas tan sociables con los humanos como los delfines?). Y esos dos solitarios que son Beto y Tristán, que tal vez puedan encontrarse más allá de las barreras del comportamiento. Todo esto conforma El faro de las orcas-máquina. La diseñada en distintas computadoras, teniendo en cuenta estadísticas sobre gustos del público.
Pero en algún punto se produce una conspiración entre el realizador y sus actores, que no subvierte ese diseño pero le provee una verdad que no tenía. Entonces las miradas entre Furriel y Verdú hacen creíble lo que hasta ese momento era pura imposición de guion, un gesto de Tristán se convierte en encantador código compartido entre los tres, puede creerse que el chico huya a caballo y se interne en el mar en busca de su nueva amiga, y que ésta lo reciba también como tal, abriendo su bocaza no para devorarlo sino para festejarlo, emitiendo esa clase de ultrasonido típica de los delfines. Y que el guion, coescrito por Lucía Puenzo, tenga la delicadeza de dejar la relación de Beto y Lola en estado de suspensión. Al que habría que darle un tirón de orejas es al compositor Pascal Gagne, cuya banda sonora no para casi un minuto.