Viñetas de la inmigración forzada
No es el fin del Potemkin lo que aquí se cuenta, sino el de otro barco más cercano, el Latar II, cuya mole carcomida todavía puede verse (no por mucho tiempo) reclinada contra la escollera Norte del puerto marplatense. Pero en cierto sentido sus destinos se asemejan.
En la famosa película de Eisenstein, ambientada en 1905, el acorazado cruza triunfante hacia la libertad. Esto fue de veras así. Luego ancló en Rumania, fue devuelto a Rusia, heredado por la URSS, capturado por Alemania, recapturado por los rusos blancos, y reventado. En cuanto a los marinos del Potemkin, varios volvieron a Rusia ilusionados por promesas de perdón y ahí nomás los ejecutaron o enterraron en cárceles, y otros más vivos huyeron de la vigilancia rumana, lo más lejos posible, a Irlanda e incluso, 32 de ellos, a la Argentina, hacia 1908.
Unos 80 años más tarde, llegaron otros rusos, mejor dicho bielorrusos y letones, en un barco factoría, ilusionados por una muy buena paga. Pero mientras estaban pescando en el Mar Argentino, la URSS reventó, la empresa a cargo del barco no se hizo cargo, y los tripulantes se encontraron de buenas a primeras sin plata alguna, sin saber castellano, y sin siquiera un pasaporte válido, porque el que tenían era de un país ya inexistente. 39 de ellos clamaron por abogados, reclamaron al propio Gorbachov cuando éste visitó Mar del Plata (que ni los atendió), y al final se desperdigaron. Algunos volvieron a sus pueblos con las manos vacías, otros intentaron rehacer aquí sus vidas.
Este documental del marplatense Misael Bustos presenta la experiencia de dos de ellos: el maquinista Anatoli Atankievich, que revalidó su título en Prefectura y sigue en los talleres, y, sobre todo, el electricista naval Víctor Yasinskiy, que partió de su pueblo dos días antes del cumpleaños de su hijita, y nunca más volvió a verla. Entre otras cosas, lo demoraron la mala suerte y el embarazo de una mujer con la cual había formado pareja circunstancial. Hoy es padre aquí y allá, pero trabaja en Comodoro Rivadavia. La película atiende las historias de ambos marinos, y también visita sus pueblos natales. El pobre Víctor mejor que ni vuelva. Los suegros echan pestes. ¿Pero acaso hablarían bien de él, si hubiera vuelto justo para la hecatombe económica que significaron los cambios de 1991?
Tocante registro de la inmigración forzada, recuerda un poco el testimonio recopilado por Juan Marsal en «Hacer la América. Autobiografía de un inmigrante español en la Argentina», sobre un infeliz que durante años apenas pudo mandar algo de plata a su casa, y los parientes lo terminaron despreciando por perdedor. Era un libro que solía recomendar Guillermo Magrassi, el de «La aventura del hombre». Quién sabe cuántas otras historias similares habrá en estos momentos en estas tierras. O cuántos argentinos andarán pasando frío y vergüenza en lugares lejanos. Quién sabe, también, si en una de esas don Víctor no da el batacazo y termina reuniéndose orgullosamente con su hija. La película hace que nos interesemos especialmente en su destino, y tengamos ganas de saber cómo sigue. Duele un poco, pero vale la pena.