Con la idea de la locura como obsesión.
El “prócer” argentino del universo psi es abordado con la intención de “moldear” humanamente su figura, con espacio tanto para el surgimiento de la psicología social y sus encuentros con Lacan como para la relación con sus parejas y sus años de nocturnidad.
Las discusiones sobre las ideas de Pichon-Rivière siguen resultando acaloradas en el ámbito académico.
Dicen que la Argentina es el país con mayor cantidad de psicoanalistas por metro cuadrado. Sea esa aseveración cierta o no –aunque parece bien difícil rebatir el mito–, resulta indiscutible que el ingreso de la psicología y la psicoterapia como modo cultural ha hecho escuela en este territorio, al menos en las grandes ciudades. Resulta lógico, entonces, que haya un prócer propio en el universo psi. Aunque nacido en Suiza, Enrique Pichon-Rivière pasó casi toda la infancia en el Chaco santafesino, donde entró en contacto con la cultura guaraní, detalle no menor a la hora de analizar su obra, procedimientos y conceptos teóricos. El documental de Miguel Luis Kohan (Café de los maestros) es, al mismo tiempo, un homenaje a su figura y una investigación audiovisual sobre algunos de los aspectos personales y profesionales menos conocidos. De allí, tal vez, el subtítulo del film: Un documental (im)posible, donde las posibilidades ciertas no pretenden clausurar la imposibilidad de abordarlo en su totalidad.
La primera secuencia de El francesito (así lo llamaban sus amiguitos, pifiando el origen, cuando era pequeño) no podría ser más amable y risueña: la inauguración, no de un busto, sino de un proyecto de busto realizado en arcilla en uno de los patios del Hospital Borda. Luego de los discursos de rigor, dos empleados intentan levantar y trasladar el boceto, dejándolo caer y casi partiendo en pedazos la imagen. Momento pertinente, ya que, según los más allegados a Pichon, el hombre era poco afecto a la actitud señera como escuela de vida. Kohan irá desde allí a un reportaje con el hijo del famoso psiquiatra, realizado a la manera de una terapia tradicional –diván incluido–, dando inicio a un recorrido biográfico que no será tanto hagiografía como un conjunto de recuerdos y vivencias que intentan pintarlo como ser humano antes que como efigie de bronce. Por esa razón, más allá de la descripción del surgimiento de la psicología social o de sus encuentros con Lacan, hay mucho espacio para la relación con sus parejas, los vínculos de amistad con algunos discípulos e, incluso, un breve retrato de sus años de nocturnidad rosarina.
Que Pichon-Rivière tuvo tantos adeptos como detractores es algo sabido; hasta el día de hoy, las discusiones sobre sus ideas siguen resultando acaloradas en el ámbito académico. Al realizador no le interesa sumergirse demasiado en esos terrenos –que, es cierto, podrían haber transformado al film en una obra para pocos– como intentar “moldear” humanamente a la figura de su película a partir de una serie de entrevistas, no tanto a reconocidos especialistas del ámbito psiquiátrico como a personalidades que lo conocieron o trabajaron junto a él, como el realizador Juan José Stagnaro o el recientemente fallecido artista plástico Gyula Kosice. La película evita, en líneas generales, el formato de cabezas parlantes, aunque inevitablemente debe recurrir a él al registrar algunas confesiones de allegados. El francesito brilla con luz propia en algunos pasajes –cuando encuentra una forma original de poner en pantalla el fondo– y, en líneas generales, resulta un amable e interesante recorrido por los laberintos de un hombre obsesionado con la idea de la locura. Y con la necesidad imperiosa, sin abandonar los aspectos clínicos, de ubicar al paciente en un lugar un poco más humano.