Gestos mínimos para una pequeña historia rural
El estreno de El fruto es, antes que nada, una muestra del grado de esquizofrenia de la distribución y exhibición nacional. Lanzar un film pequeño en una sala fuera del circuito mayoritario el mismo jueves en que lo hacen tres de las máximas candidatas al Oscar a Mejor Película es casi una inmolación en materia de difusión, a la postre un factor fundamental para que cada película, en particular las de este tipo, encuentre su público. Pero en este caso es también una lástima, ya que el debut en el largo de Miguel Baratta y Patricio Pomares está bastante por encima de la media del centenar de producciones nacionales escupidas en fila a lo largo de los últimos meses. Pequeña historia rural, de esas que parecen discurrir antes que transcurrir, El fruto merece bastante más atención que la que tuvo y que seguramente tendrá.
La secuencia inicial muestra el accionar cotidiano de una empaquetadora de fideos. Vale la pena tomar nota de esa apertura aparentemente inconexa, ya que la regularidad e inalterabilidad (en este caso de lo físico y sonoro de las máquinas) serán claves para la lectura de lo que vendrá. El proceso se irrumpe con un primerísimo primer plano de los pliegues de un codo bajo la ducha. Se trata de un sesentón –quizás setentón– solitario (Juan Carlos Maidana) de rostro curtido por la intemperie y el paso del tiempo. Es el mismo hombre que más tarde pululará por las calles de la localidad bonaerense de Carlos Keen con un pequeño árbol-obsequio para la curandera Filomena. La cámara lo seguirá a mesurada distancia, observándolo desenvolverse con sus vecinos en medio de las circunstancias más cotidianas: un diálogo metafísico al paso, la compra de una botella de agua en un almacén, el deambular cansino por las calles terrosas.
Y justamente ahí está uno de los principales méritos de Baratta y Pomares, en encontrar en el gesto mínimo, en la rutina ordinaria, la reverberación de lo extraordinario, valiéndose en casi todo momento de recursos propios del registro documental, como por ejemplo el retrato naturalista, casi etnográfico, del entorno. Así, el film se erige sobre las bases del universo retratado, apropiándose del tempo de sus no actores para masificarlo a la película entera. Pero si El fruto no es la gran película que pudo haber sido es porque por momentos el procedimiento luce despojado de una lógica. Como si los directores estuvieran demasiado pendientes de la invisibilización del artificio y en la exacerbación de lo rural antes que en la suerte de su protagonista.