Toda reseña o crítica que se realice sobre un hecho artístico, indefectiblemente va a estar impregnada de la subjetividad de que quien escribe; más si se trata de dilucidar si lo que se acaba de ver (en este caso una película) es bueno o malo, gusta o no.
El fruto es una película particular, muy especial, quizá destinada a un público pequeño; y puede que despierte sensaciones encontradas, y que no todos salgan satisfechos por lo que han visto. En mi caso, salí con el alma llena, con una fuerza de espíritu como el cine rara vez logra expresar, y lo mejor el gusto de haberlo logrado con la máxima escasez de recursos.
Hace pocos meses tuve la oportunidad de pasar un día entero en la localidad de Carlos Keen, digamos cerca de Lujan para ubicarnos; un pueblo que para los acostumbrados al calor de ciudad parece haberse quedado en el tiempo, pero hace mucho tiempo. Casa coloniales, ritmo muy tranquilo, y mucho respeto por la historia del lugar; cada casa, cada rincón parece estar contándonos un pedazo de la historia del pueblo. Es esta localidad donde transcurre El fruto, debut en el largometraje del dúo Miguel Baratta y Patricio Pomanes.
La historia, realmente mínima, casi una excusa, es la de un hombre (Juan Carlos Maidana) con todas las marcas del peso de la vida encima, piel curtida, andar cansino y mirada inocente que camina alrededor de las calles del pueblo para encontrarse con una curandera, a la quiere regalarle un árbol pequeño, un fruto, propio de su campo para que esta pueda plantarlo; en agradecimiento por un mal curado. Pero en el camino se irá cruzando con otros habitantes, y charlará con ellos sobre diversos temas, sobre la vida, y se relacionará.
Esta temática será la que puede dividir las aguas en El fruto, quienes encontraron en las películas Carlos Sorín, en las últimas de Alberto Lecchi, o en Una historia Sencilla de David Lynch una escasez de relato, vayan sabiendo que en comparación aquellas son épicas. Baratta y Pomanes utilizan el hecho del regalo a la curandera como una apertura, y en el medio nuestro protagonista se pierde, y hasta la película parece olvidarse de ese destino; lo que importa es lo del medio, el recorrido, por ínfimo que algunos les pueda parecer.
La película, realizada con habitantes propios de Carlos Keen, funciona como una mezcla indivisible e invisible entre ficción y documental; y la verdad es que no importa si lo que vemos es espontaneidad o armado de guión y argumento, de cualquier manera surge naturalmente.
Aunque parezca raro, El fruto parece heredera de la mítica tradición de Jorge Preloran y sus documentales etnobionagráficos. El interés puesto sobre este personaje curtido es meticuloso, minimalista, importa todo lo que dice, y cómo lo dice, y cuándo lo dice, porque todo forma su forma de ser; y funciona como botón de muestra de algo más grande que se quiere mostrar.
Bellisimamente fotografiada, dueña de un ritmo propio; como siempre con estas películas, hay que aclara que no serán aptas para aquellos que buscan el descontrol y frenesí de la acción a raudales. La duración es extremadamente corta, 65 minutos, pero cada minuto, cada segundo se siente adentro, en el alma.
Bueno sería que esta película de a conocer un lugar tan hermoso y perdido como Carlos Keen, que mucha gente más pueda disfrutar de las bondades que este pequeñísimo pueblo tiene para ofrecer. Aunque pensándolo bien, mucho de su encanto, se guarda en eso, en que es un lugar perdido, con estilo de vida propio, y eso ojalá nunca cambie.