“El fruto” es de esas películas a las que, salvo por la casualidad de comprar una entrada para otra y entrar equivocadamente donde la proyectan esta, uno sigue sin entender cuál es el criterio que se ha sustentado para cuidarla, promocionarla y estrenarla.
Más festivalera que comercial, este relato en imágenes es muy parecido al ritmo e intención de “La casa” (2012) de Sergio Fontán.
Los directores tienen a favor una interesante capacidad de observación a la hora de componer planos metafóricos y simbólicos, como el del protagonista bañándose combinando codos, manos y piel ajada por el paso de los años con azulejos raídos por la humedad. Sin embargo, esta realización preciosa en imágenes bellamente fotografiadas, se codea con el documental al tomar como actores a habitantes del pequeño poblado de Carlos Keen, en la provincia de Buenos Aires, en cuya inexpresividad emotiva pretenden recalar los únicos momentos del guión en donde se supone que se puede aclarar algo de lo que vemos.
En la sinopsis se especifica que se desarrolla en un rincón escondido de la mansa llanura de las pampas, donde con inquebrantable tenacidad se presenta la superstición que anida en los ojos de un hombre solitario, entrado en años, llamado Juan. Al abrigo de la tierra y sus caminos, con una frágil ofrenda entre sus manos, recorre un poblado casi desierto, embriagado en la magia y la vitalidad de las creencias populares. El protagonista atraviesa todo un territorio mientras busca a la curandera del poblado vecino para que lo sane del mal que lo aqueja. En sus manos sólo lleva un pequeño árbol, fruto de su propio jardín -su única pertenencia-, para entregar en forma de pago por su salvación.
Esta producción dura algo más de una hora, pero como la contemplación y la paciencia son casi indispensables para decodificarla, hay planos que por alargarse demasiado sobre explican o, en el peor de los casos, redundan. Agotan su vida útil al punto de hacer pensar si este no hubiera sido un gran cortometraje.